¿Cincuenta sombras de Grey? Una película gris

Apuntar que Cincuenta sombras de Grey (Fifty Shades of Grey, 2015) es la escenificación de la fantasía de una mujer madura no es descubrir el hilo negro. En efecto, parecería una perogrullada. En ella aquélla se proyecta en una joven inocente, tímida e impresionable: una idealización llena de lugares y expectativas comunes, nada menos que en una virgen que a pesar de su recato no atina a ocultar su atractivo. ¡Si el tiempo pudiera volver! Algunos errores se podrían deshacer, no se malgastaría la vida en sexo insatisfactorio; esta vez se escogería mejor, y no se compartiría la vida con un patán que no entiende de orgasmos. Para eso está la ilusión de la ficción, para esbozar un reinicio en donde ahora sí se pueda tener el control (y vender hartos libros y boletos de cine). Pero, a pesar del tiempo vivido y las insatisfacciones acumuladas, en la invención de la mujer madura no parece haber mayor crecimiento: es tan ingenua como la de la jovenzuela.

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Cincuenta sombras de Grey se inspira en el best seller de E.L James y es el segundo largometraje de la británica Sam Taylor-Johnson (también responsable de Mi nombre es John Lennon). El argumento recoge las experiencias de Anastasia Steele (Dakota Johnson), una joven cuya vida cambia cuando conoce a Christian Grey (Jamie Dornan), un joven multimillonario que es descrito por las chicas como un Adonis. Pronto la joven descubre que él no está interesado en un romance convencional y es introducida en el mundo del sadomasoquismo. Ella duda en seguirle el cuento; él hace su luchita. Mientras tanto tienen sus primeras experiencias amorosas que duelen nomás tantito.

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Taylor-Johnson empuja de forma rutinaria un drama sin drama, rico en simbolismos groseros (por evidentes), como la lluvia que cae sobre Anastasia después de conocer al galán, cuando pasa de la intimidación a la fascinación y a la excitación; ni hablar de cuando ella se lleva a la boca el lápiz con el emblema de Grey. Como en Crepúsculo, la joven hace descubrimientos que pretenden ser extraordinarios pero que resultan más bien sosos; como la protagonista de El diablo viste a la moda (The Devil Wears Prada, 1996), valida la supuesta exquisitez y rarezas de los que llenan las páginas de las revistas de “socialités”. El asunto no sería tan grave si no hubiera la ambición de explorar el supuesto lado oscuro de Grey, su “singular” sexualidad. Porque la grosería en el planteamiento y la historia pretende convertirse en refinamiento en las escenas de sexo, en donde siempre hay una música y un rutinario tratamiento visual al estilo Playboy: cambia la pornografía hard por el erotismo de un soft porno que luce más bien chafa. El tan comentado asunto del sexo sadomasoquista es meramente anecdótico, una extravagancia del transparente-misterioso Grey (hay quienes coleccionan juguetes de La guerra de las galaxias; él colecciona juguetes sexuales). Acaso sin buscarlo, se materializa además una ironía para una saga inspirada en la literatura, y al aludir a prácticas sexuales concretas las menciona antes que ilustrarlas: usa las palabras para suavizar lo que pretende ilustrar.

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Detrás de la “osadía” del supuesto sexo perverso se hace inocultable el clásico cuento de la princesa (no en vano ella se llama Anastasia, como la de Disney; y su apellido es además sospechosamente semejante al de Danielle Steel, que tantos libros vendió a un target similar al de la James), que construye un hombre a la medida de su fantasía: para él, ella es única y singular (“¿Dónde estuviste toda mi vida?”, le pregunta el perverso en proceso de amansamiento); él es atractivo, fuerte, representa un peligro manipulable (kinky seguro), pero ofrece seguridad y es rápidamente modificable (“Ya estoy cambiando”, reconoce en algún momento el amante de la violenta ternurita). Así Taylor-Johnson pierde la oportunidad de explorar lo que se antojaría como un retroceso para el feminismo (que, no obstante, no luce indeseable): ella dispuesta a ceder el control, a ser una mujer que en la sumisión puede alcanzar la satisfacción. Pero en las nosécuántas secuelas que habrán de venir ella tomará el control, será capaz de redimir a su sufriente sádico y convertirlo en el príncipe feliz que ella vio cuando lo conoció: como afirman en Perdida (Gone Girl, 2014), para ellas los hombres son proyectos.

La fantasía, como la comedia y el drama, apuesta por la exacerbación, por la exageración. No obstante, Taylor-Johnson busca evitar los extremos, el blanco y el negro (¿para no asustar a nadie y no dañar la taquilla?), y consigue instalar su propuesta en el gris. Inaugura así una franquicia que es más un fenómeno de mercadotecnia que una exploración de la human condición. Desde el título, en Cincuenta sombras de Gray todo es cuantificable, y es más relevante la cantidad que la calidad: cien millones de libros vendidos a nivel mundial; el día de su estreno 30 millones de dólares de recaudación en Estados Unidos; en México 30 millones de pesos (y casi 578,000 espectadores). Parece que la numeralia invita a la desmesura en el comentario (y parece que ni a sus fanáticas recalcitrantes termina de gustar la cinta), pero es un despropósito; la película no lo amerita: es tan sólo mediocre. Eso sí, es la clase de película de la que no importa qué se diga, difícilmente dejará de verse. Al final la duda que queda (uno se pregunta, pues) no es si habrá un corte del director (lo cual, a pesar de todo, pudiera tener su atractivo) sino si habrá una versión para adultos.

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