Christopher Robin, un reencuentro inolvidable… y necesario

El alemán Marc Forster ha mostrado una sensibilidad valiosa en los terrenos de la fantasía.  De la fantasía que dialoga con la realidad, justo es subrayar. Así sucedió con Descubriendo el país de Nunca jamás (Finding Neverland, 2004), Más extraño que la ficción (Stranger Than Fiction, 2006) y, en un tono serio, en Guerra mundial Z (World War Z, 2013). Ahora entrega muy buenas cuentas con Christopher Robin, un reencuentro inolvidable (Christopher Robin, 2018).

La cinta acompaña al personaje epónimo, el cual fue, en su niñez, un amigo inseparable de Winnie the Pooh y la fauna del bosque de los cien acres. El chamaco crece, el hombre (Ewan McGregor) va a la segunda guerra mundial y al regresar encabeza el departamento de eficiencia de una fábrica de maletas. Las responsabilidades lo han alejado de su hija y de su esposa; peor aún, ha perdido la capacidad de reír. Hasta que un día se reencuentra con el oso goloso. Entonces no puede evitar regresar a los terrenos y “deberes” de su infancia.

Forster registra una reconstrucción de época convincente y sugerente: la puesta en escena no sólo establece los diferentes períodos que cubre la historia, sino que apoya el ánimo y las emociones que habitan a Robin y sus amigos. Mención aparte merece el diseño de los muñecos (que lucen como avejentados animales de peluche) y la animación (que prescinde de las gesticulaciones y los parpadeos que aparecen en la animación en dibujos): su inserción en el mundo real resulta verosímil, natural. La cámara ofrece puntos de vista inusuales y su movilidad aporta agilidad al relato. Visualmente, en todo momento, la cinta resulta fascinante. Acaso habría que hacer notar que las músicas se prodigan, y si apoyan la emoción, en algunos pasajes resultan excesivas.

Tanta maravilla es provechosa para empujar una historia que si bien es diáfana en sus ambiciones no tiene al público infantil como su target principal (de hecho, se proyecta en su lengua original, subtitulada): invita, con humor y calor, al reencuentro con el niño interior. Como reconoce Christopher Robin, al crecer se ha perdido. Como adulto, su vida es rutinaria y pautada por el trabajo. El paisaje así esbozado es similar al que caracteriza al drama familiar norteamericano en general y a Disney en particular: el padre alejado de su esposa e hijos a causa del trabajo genera la infelicidad de todos. La ruta propuesta tampoco es del todo original. El valor de Christopher Robin, un reencuentro inolvidable está en la calidez del acercamiento, en el puente que tiende con humor entre el universo del Disney tradicional de animación y el drama en live action.

La resolución es plausible porque si bien el personaje regresa a los paisajes y con los amigos de su infancia, no se propone una regresión sino una reincorporación, un recordatorio: el adulto no evade su realidad, la reconfigura. De ahí surge una premisa que es conveniente tener presente: el reencuentro con el niño interior lleva a la felicidad.

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