Chappie: entre la distopía y la antipatía

Después de un debut prometedor con Distrito 9 (District 9, 2009), el sudafricano Neil Blomkamp va en caída libre. Elysium (2013), su segundo largo, es una desangelada mezcla de ciencia ficción y thriller. En ambas, ciertamente, hacía comentarios valiosos y vigentes sobre la desigualdad que genera el capitalismo desalmado (¿hay otro?) y los abusos que sufren los que menos tienen, en particular los inmigrantes. En la primera los simbolismos eran mejor cuidados –menos obvios– y sacaba conclusiones atendibles; en la segunda el mensaje, sin ser intrascendente, no era suficientemente apoyado por una trama poco imaginativa. En Chappie (2015), su tercer y más reciente largo, las cosas empeoran: la imaginación parece seriamente en crisis.

Chappie se ubica en un futuro cercano, en el que las labores policiales en Johannesburgo, Sudáfrica, son realizadas por robots producidos en serie. Sigue las contrariedades de uno de ellos, el que da título a la cinta. Chappie es un desecho, pero es “rescatado” –contra las indicaciones de sus superiores– por Deon Wilson (Dev Patel), un ingeniero que trabaja para la corporación que provee a la policía y que cree en la posibilidad de dar el paso de la inteligencia artificial a la emotividad natural. Mientras el androide está aún en fase de prueba, es robado por una banda criminal punk, cuyos miembros comienzan a educarlo. Las cosas se complican cuando un compañero de Deon, Vincent Moore (Hugh Jackman), quien tiene su propia línea de robots, se entera de los secretos de su colega.

1251623 - Chappie

Blomkamp nos transporta a una época violenta y caótica en el que los medios de comunicación moldean la opinión pública y las empresas privadas cubren funciones que otrora eran responsabilidad del Estado. En este escenario aparecen bandas criminales que poseen arsenales impresionantes y que ponen en jaque a la sociedad. El paisaje que todo esto ofrece es sórdido tanto en los aspectos físicos (calles sucias, barrios miserables) como en los morales (parece que el crimen organizado supera los esfuerzos de la ley). No obstante –o precisamente por esto– hay un campo fértil para explorar, definir y hasta capturar el alma humana (porque aquí logran traducirla en datos: el alma cabe en un disco duro). Una vez más el campo para la reflexión sobre los choques sociales y el poder del capital estaba puesta. Pero la ruta que sigue para explorar estos asuntos es terriblemente desafortunada.

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Para empezar porque la antipatía de los criminales que se hacen cargo de la educación de Chappie (a los que dan vida algunos miembros de la banda musical Die Antwoord) es mayor que su maldad (y son malísimos, pero actuando). En seguida, porque Blomkamp no consigue dar un mínimo de verosimilitud al paisaje que esboza, a las situaciones que plantea, y uno termina por no creerse nada. El cineasta tampoco tiene la creatividad suficiente para concebir una historia funcional, para plantear de forma coherente y simbólica el tema que le interesa, mismo que es abordado con una grosería demostrativa: como la historia no funciona, el tema es expuesto sin gracia, como una declaración sin énfasis, sin matices dramáticos que refuercen lo que se pretende decir. También aporta lo suyo Chappie, que si imprime algo de humor con su ingenuidad también resulta bastante sangrón. Blomkamp habrá de replantearse sus estrategias narrativas, pues agotó muy pronto sus metáforas y queda desnudo su ánimo aleccionador: sus reflexiones resultan poco inteligentes y, en consecuencia, apenas rebasan el umbral de la indiferencia.

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Cuando era difícil pensar que aparecería en la cartelera comercial local una película peor que El destino de Júpiter (2014) de los hermanos Wachowski, llega Chappie para decirle “con permiso”: es, me temo, la peor película que se ha estrenado por acá en lo que va del año.

 

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