Como se señaló en el momento de su estreno, Roma (2018), la más reciente película de Alfonso Cuarón, es de entrada un riguroso ejercicio de memoria. De ahí que la realización de la película pasara, en primera instancia y de manera fundamental, por la puesta en escena. Así lo confirma el propio realizador en Camino a Roma (2020), una producción de Netflix que se ubica a medio camino entre el reportaje y el documental, y que la plataforma puso en circulación recientemente. En él, el cineasta relata cómo resultó imperioso llevar a cabo un extraordinario trabajo de recreación: a partir de sus recuerdos se reconstruyeron espacios, se recuperaron mobiliarios y se diseñaron vestuarios. Asimismo, hizo una investigación de situaciones y comportamientos que en la película se reproducen de forma fidedigna. ¿El objetivo? La búsqueda de la verdad…
Dirigido por Andrés Clariond y Gabriel Nuncio, Camino a Roma es más que un making-of (detrás de cámaras) y menos que una crónica. Es más que una explicación del origen de la cinta; se diría que es su fundamentación. Al final es una valiosa lección de cine. El tándem documentalista recoge los testimonios de Cuarón, quien nos guía por el proceso vivencial que está detrás de Roma. El multipremiado realizador comparte aspectos íntimos de su vida y de los retos que supuso realizar la cinta. Ésta se plantea como un “viaje de memoria”, y la recreación lleva a una mejor comprensión de los personajes involucrados y de sí mismo (como revela la realización de la escena en la que el padre se va).
En la ruta Cuarón confiesa que buscaba alejarse de referentes cinematográficos y explica las dificultades y singularidades que presentó el trabajo de arte. Explica cómo la puesta en escena, conforme los espacios van siendo construidos y existen, moldea el trabajo con la cámara. El realizador comparte los afanes detrás del uso del formato digital: “No quería una fotografía en blanco y negro nostálgica; no quería que pareciera una película de los años sesenta o los cincuenta, quería que fuera una película que pareciera del 2018”. Al decidir un formato “ancho” (2.39:1) se “transformó la manera en que iba a hacer las cosas”, pues decidió dejar que “transcurrieran los elementos a lo largo del formato”. De ahí, también, “la decisión de los pannings”, que se dio de forma orgánica. Y como además tenía claro que “tenía que ser una película objetiva”, decidió hacer travels paralelos a distancia, pues “no hay nada más objetivo” que estos movimientos. Esto suponía que habría movimientos “vetados”, como los travels hacia adelante o hacia atrás, pues éstos son movimientos subjetivos y no había la intención de hacer el relato desde la perspectiva de alguno de los personajes. Así las cosas, la identificación es “un efecto secundario”. Si el trabajo audiovisual es fenomenal, menos afortunados son los comentarios a propósito de asuntos antropológicos y sociológicos, incluso históricos: Cuarón prueba ser mejor intelectual con la cámara que con las palabras.
Con el fin de obtener frescura de sus actores –algunos de los cuales, recordemos, no son profesionales– Cuarón grabó los ensayos e hizo pocas tomas de la mayoría de los planos; asimismo, decidió no compartir con ellos la totalidad del guión. Esto es particularmente notable en la escena del parto. Al ignorar los detalles y el desenlace de la escena se obtienen reacciones espontáneas e intensas. El propósito, decíamos al inicio, es materializar en pantalla la verdad, su verdad: la fidelidad con lo que habitaba en la cabeza y en las emociones del cineasta, su postura frente a frente a su experiencia y su memoria, de cara a lo vivido y ahora compartido. Roma es una experiencia feliz porque ahí cobra vida la memoria, se convierte en presente. ¡Qué maravilla que Cuarón tuviera la madurez humana y profesional, artesanal, para poder plasmar en pantalla las imágenes, los sonidos y los sentimientos que lo habitan, su universo personal! Roma muestra y Camino a Roma confirma que el cine es acaso la única herramienta capaz de compartir a cabalidad una visión del mundo.