En la cajita luce una muñeca de plástico. Alrededor de ella se piensa normalmente en términos frívolos e infantiles. Barbie es un juguete, pero también un objeto de estudio para la sociología y la economía. En lo personal, y más allá de la eventual curiosidad por la variedad de Barbies que existen en el mercado y las que se siguen incorporando, no tengo mayor interés por ella. Pero sí tengo interés en el cine y en la película Barbie (2023), aunque en principio se trate de un vehículo publicitario. Las razones: se trata de un estreno veraniego ineludible, y ocuparse de las novedades forma parte de las “obligaciones” del oficio de reseñador de películas. No obstante, la explicación está en los créditos detrás de la cámara, en particular aquéllos en los que reside la autoría de una película: el guión es cortesía de Greta Gerwig (directora y guionista de Lady Bird y Mujercitas) y Noah Baumbach (director y guionista de Historias de familia e Historia de un matrimonio), y la realización corrió por cuenta de la primera (es su tercer largometraje en solitario en este rol). Este tándem, matrimonial y laboral, ya había entregado buenas cuentas en Frances Ha (2012), protagonizada por ella, dirigida por él y escrita por ambos. Asimismo, y sin afanes patrioteros, la luz de Barbie es cortesía del cinefotógrafo mexicano Rodrigo Prieto, colaborador de cabecera de Martin Scorsese.
Barbie nos presenta al inicio la rutina de la Barbie prototípica (Margot Robbie) en Barbieland, que básicamente consiste en ir a la playa y luego a la fiesta, con más de un Ken a su completa disposición para escoger y compitiendo por su atención. Cada día es “el mejor día”, hasta que por una desconocida razón y en medio del baile ella pregunta sobre la muerte. Posteriormente su cotidianidad cambia. Conoce la gravedad en más de su sentido: es atraída por la fuerza gravitacional y tiene mal aliento y celulitis. Después de algunas averiguaciones descubre que es su dueña en el mundo real la que experimenta los problemas que la aquejan, por lo que tiene que viajar y arreglar con ella el entuerto. La acompaña Ken (Ryan Gosling), un varón no muy viril que es una especie de apéndice-mascota que suspira por ella (¿Ken fue creado a partir de una plástica costilla de Barbie?).
Gerwig propone una puesta en escena que deliberadamente se ve y huele a plástico (a lo que contribuye de buena forma la labor de Prieto). Para imprimir agudeza a su propuesta, la realizadora echa mano de la caricatura. Ésta es un medio expresivo que exacerba ciertos rasgos con el propósito de acercarse con humor a los personajes y asuntos que convoca. En tono caricatural caben, así, exageraciones y simplificaciones, y una libertad creativa que a menudo es pertinente para llevar a cabo una crítica. En este tono la realizadora arranca su propuesta parafraseando el prólogo de 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) de Stanley Kubrick: unas niñas dejan de jugar a las mamás y rompen sus viejas muñecas ante la irrupción de una Barbie gigante (que hace las veces del monolito kubrickiano).
Más adelante aterrizamos en Barbieland, donde se ha concretado la utopía que –de acuerdo con lo que nos explica una voz en off que luego desaparece de la faz de la banda sonora–, pretendía Mattel, la empresa que creó la muñeca: las diferentes Barbies fueron concebidas para que las niñas vieran en ellas exitosos futuros posibles, susceptibles de emular. De ahí que las diversas y numerosas muñecas que llevan el mismo nombre ocupan los sitios más importantes en la ciudad (médica, presidenta, premios Nobel, etc.). Pero después, y por razones que no se explican, Barbie fue banalizada y sexualizada, y se convirtió tan sólo en un denostado objeto de consumo. (Y la película vuelve en apoyo de la mercadotecnia para recordar aquel propósito fundacional.)
En el mundo real los corporativos de Mattel, encabezados por su histérico CEO (Will Ferrell), no ven con buenos ojos la llegada de Barbie y tratan de interceptarla y devolverla a la caja. Mientras tanto Ken descubre que por acá los hombres mandan y de regreso a Barbieland impone “el patriarcado” con una celeridad y una facilidad que tampoco nos explican. Todo se ha de resolver en este terreno, el de la fantasía que busca hacer comentarios realistas. Porque Gerwig esboza en Barbieland algo así como el mundo al revés. Al menos ese mundo que hace no mucho y antes del imperio y las complacencias de la corrección política el cine aún presentaba como vigente, un estado de cosas similar al que aquí aparece como mundo real, en el que los hombres ocupan los roles principales y las mujeres son vistas con cierta conmiseración. Así, es consecuente que después de una larga escena destinada a conformar un amplio compendio de quejas –cortesía de la dueña de Barbie en el mundo real– las cosas en Barbieland vuelven a su normalidad y Ken sea puesto en “su lugar”: no es amado por Barbie, y ésta lo invita a ver la vida más allá de ella; le hace una revelación que él es incapaz de hacer por sí mismo: su individualidad. ¡Gracias, Barbie! ¡Gracias, Barbie!
Gerwig entrega una comedia que se asoma con ligereza a asuntos que fuera de la pantalla adquieren notas de gravedad. Imprime apreciables dosis de humor que tienen como objeto lo mismo a los personajes que al corporativo Mattel y sus singulares apuestas pretéritas. Asimismo, nos endilga algunos bailes y números musicales que resultan menos afortunados que pertinentes para hacer algunas demostraciones sobre algunas facetas de la feminidad, para hacer algunos cuestionamientos atendibles sobre el eterno femenino y algunos apuntes sobre las llamadas nuevas masculinidades. Al final el asunto que detona la cinta (la conciencia de la mortalidad) no es abordado con profundidad; es más, ni siquiera es caricaturizado; al final se percibe algo que remotamente parece un ánimo de conciliación. Dicho lo anterior, me parece que la vida no está ni en la fantasía de Barbieland ni en la realidad del mundo real que plantea Gerwig: la vida entera está en otra parte.