Si bien hoy vive una época agridulce, la telenovela ha sido por décadas el género televisivo más popular. Otrora, las telenovelas organizaban horarios familiares, proveían entretenimiento, diversión, temas de conversación. El curso de la telenovela de alguna manera marcaba el curso de la vida de numerosos televidentes, que vivían al pendiente de las vicisitudes de los protagonistas. Los consumidores, de todas las clases sociales, la procuraban; algunos, sin reservas, otros las veían, pero lo negaban en público. Abundaban, sin embargo, los que se referían a ella de forma peyorativa, y no han faltado los realizadores que, aun teniéndola como su fuente primaria de ingresos, la despreciaban. Los prejuicios, clasistas, racistas y sexistas encontraban en ella un blanco fácil. Las producciones mexicanas hacían fácil el desprecio, pues se empeñaban en repetir fórmulas facilonas ad nauseam y técnicamente no eran notables. Pero justo es subrayar que hasta Televisa produjo memorables culebrones –como se les llamaba por su larga, larga duración: se conformaban por alrededor de 150 capítulos–, como La casa al final de la calle (1989), dirigida por Jorge Fons y protagonizada por Héctor Bonilla y Angélica Aragón. Años después ésta encabezó el elenco de Mirada de mujer (1997), una producción de Argos que circuló por TV Azteca (una compañía que ha probado algo que parecía muy difícil: hacer peor televisión que Televisa).
Actualmente la telenovela sigue viva, si bien en México, en algunos casos al menos, ha emulado el modelo de las series: pautada en temporadas que ofrecen un número menor de episodios. Por otra parte, la proliferación de canales ha ocasionado que la importación se incremente. Tradicionalmente llegaban a nuestras pantallas producciones de otras latitudes latinoamericanas, que gozaban con justicia de mejor fama que las producciones locales. Fue el caso de las brasileñas Dancin’ Days (1978), que protagonizó Sônia Braga, o Tieta (1989), que surgió de una novela de Jorge Amado; la colombiana Café con aroma de mujer (1993) “hizo época”. En la actualidad las pantallas nacionales han sido “invadidas” por culebrones turcos, como Elif (2014), conformada por la friolera de 940 episodios. En ese paisaje llama la atención una producción de la televisora brasileña Rede Globo que se transmite por estas fechas: Avenida Brasil (2012).
Creada por João Emanuel Carneiro –coguionista de la notable película Estación central de Walter Salles–, la telenovela sigue a Rita (Débora Falabella), quien fue víctima en su niñez de un despojo por parte de su madrastra, Carminha (Adriana Esteves). Ésta no sólo robó el patrimonio de la niña, sino que la dejó en el tiradero de basura. Años después Rita regresa para llevar a cabo su venganza, que es el motor de la telenovela. Formalmente, la entrega es convencional, si bien es cierto que hay algunos pasajes plausibles con el manejo de cámara. La apuesta tiene su peso mayor en la puesta en escena, que ha recibido merecidos elogios por dar verosimilitud a un Río de Janeiro contrastante. El título hace referencia a una vialidad que une el sur y el norte de la ciudad, que va de la opulenta Ipanema al colorido y ficticio barrio de El Divino y pasa por el tiradero, también ficticio. El montaje utiliza el habitual recurso de ubicar la locación primero con planos generales: de edificios o playas emblemáticas (y la promoción turística es generosa con panorámicas del Pan de Azúcar, Corcovado, Maracaná, Copacabana) al exterior de la casa o departamento donde habrá de tener lugar la acción y luego al interior. Las actuaciones, a menudo caracterizadas por gesticulaciones grandilocuentes, tienden a la exageración. En la banda sonora aparecen reiteradamente temas musicales asociados a los personajes y las situaciones: replica esa odiosa costumbre de tener un tema de amor para los protagonistas, que escuchamos cada que tienen algún encuentro; hay músicas en otros tonos, para otros personajes y otras situaciones. Como todas las novelas, además, es tan reiterativa que se puede comenzar a ver en cualquier momento y se puede comprender de qué va la historia.
En cuestiones dramáticas y temáticas Avenida Brasil arroja mejores cuentas. Si bien es cierto que no faltan los manidos asuntos del género (hijos abandonados que descubren quiénes son sus padres, infidelidades, engaños y secretos a montones, encontronazos entre las clases sociales y aspiraciones al estilo Parásitos, romances tórridos, abundantes prejuicios), también lo es que se aprovecha la convencionalidad para esbozar un panorama amplio de la sociedad carioca y lanzar una crítica valiosa. Entre los romances infaltables y las intrigas de rigor, aparece un retrato de una sociedad que ha hecho del engaño, la falsedad y la hipocresía un rasgo fundamental. “La hipocresía es necesaria”, dice en algún momento uno de los personajes principales. No es raro, así, que en mayor o menor medida todos piensen una cosa y digan otra, que hablen a espaldas de los demás; que todos saquen ventaja de sus mentiras; que los secretos se prodiguen. Eso sí, todos hacen juicios nocivos y creen en su fuero interno que son buenas personas. (Vale la pena recordar que la telenovela no se llama Avenida México ni mucho menos Avenida Guadalajara.) En la ruta hay una exhibición de la falsedad que habita en los que se dicen creyentes y que abrazan con fervor al Señor, como se puede ver en el eterno “pare de sufrir” televisivo que Brasil exporta con fruición. Aquí aparece una ex actriz porno que ahora es casi una predicadora cristiana, que dice que “ha sido ungida por el Señor”; a lo que alguien corrige: “será más bien untada”. Asimismo, se esboza una constante crítica a los ricos del sur, que han hecho del interés económico un rasgo definitorio, y fincan su convivencia en la apariencia. No faltan los nuevos ricos, que con su mal gusto y su propensión a la exacerbación tratan de emular al sur; algunos se mudan a Ipanema, otros se quedan en El Divino, como Jorge “Tifón” Araújo, un exfutbolista que construyó una mansión en el barrio.
Alrededor de Tifón hay una rica veta para la reflexión. Fue un futbolista exitoso: jugó para Flamengo y Paris Saint-Germain. Tiene harto dinero, pero es un tipo ignorante (en su estancia en Francia sólo aprendió a decir “Bonjour”, y lo pronuncia mal) y bastante estúpido, una víctima fácil para la mañosa Carminha. En algún momento reconoce que su único mérito fue tener la suerte de saber patear un balón. No obstante, tiene buen corazón y está dispuesto a crecer. Es un discípulo atento de Nina, quien lo hace leer y recibe así una educación literaria: por sus manos pasan La metamorfosis de Kafka, Madame Bovary de Flaubert, El Quijote de Cervantes y más de un título de Machado de Assis. Se tiene acceso, así, a lo que la pomposa academia llama intertextualidad: la literatura dialoga y enriquece la trama, amplía el “campo de batalla”. En la mansión de Tifón viven sus padres, su hermana y su cuñado. Los padres son un caso aparte. Ambos inician relaciones amorosas con jóvenes. Ella (que asume la hipocresía y la ejerce habitualmente y sin arrepentimiento a pesar de ser una mujer piadosa –¿o justo por eso?–, reproduce las ínfulas y los prejuicios de la gente del Sur), con un exfutbolista tan joven como su hijo (sí, como la madre de Neymar); él, un tipo desenfadado, con una provinciana ingenua pero sincera.
La telenovela, que se estructura en 177 episodios (de alrededor de 50 minutos cada uno), transcurre con las habituales dispersiones de los culebrones. Sin embargo, avanza entre otras cosas gracias a un sano balance entre drama y comedia (que trae a la mente a Jorge Amado), a veces en la farsa. Gracias al humor es digerible el melodrama y pueden prosperar temas incómodos (y hoy políticamente incorrectos), como un marido polígamo, o el esbozo del “síndrome del poste”, que consiste en que “todas quieren un hombre recargado en ellas”, o se puede decir en más de una ocasión que “el hombre es burro”. Así sigue su curso más de un romance, como el de un hombre maduro que no duda en mentir para realizar su sueño: tener un casamiento vestido de blanco, como otrora anhelaban los personajes femeninos telenoveleros.
Algunos personajes no escapan al estereotipo, pero en general están perfilados más allá del maniqueísmo, con trazos que no se limitan al blanco y negro. El personaje más abyecto también puede ser proclive a la ternura. Nina, una vengadora que trae a la memoria al Conde de Montecristo, guarda en su corazoncito tanto amor como rencor; es tan osada como torpe, dispuesta con similar frenesí al encarnizamiento como al casamiento. En este paisaje sobresalen pasajes y paisajes dramáticos y parlamentos notables. El tiradero es una locación, pero también un símbolo social: ahí van a parar los desechos humanos (y no es raro que sean los padres quienes ahí dejan a sus hijos); de ahí surgen seres enojados que buscan sobrevivir en un mundo más respirable y no dudan en recurrir al delito para ello. En la grisura así esbozada hay espacio para maternidades manipuladoras, paternidades fallidas, para la tragedia y la lucidez, para aseveraciones alimentadas por la decepción y el dolor, como la que una alcoholizada y odiosa Carminha – una villana memorable que ha sabido sacar ventaja de la manipulación, del chantaje y la hipocresía– lanza por medio de un monólogo elocuente: “El ser humano es algo que da horror. Dios se equivocó. Erró. No es fácil crear el mundo en seis días. Es cosa de hombres. Mal hecho. No resultó”.
Avenida Brasil consigue conciliar en pantalla universos contrastantes; frente a la pantalla aspira a convocar diferentes públicos. El mérito es que entrega valiosa sustancia a todos, algo que desafortunadamente no ha caracterizado al género. En México, desde siempre las novelas educan. Por lo general, para mal. Hoy, en algunos casos, tienen la ambición de concientizar sobre diferentes problemáticas sociales y en algunas ocasiones emprenden críticas valiosas. Ahí hay un bastión valiosísimo para creadores audiovisuales desprejuiciados. De la telenovela se podría sacar bastante provecho, pues está abierta al gran público y se hace presente ahí donde el cine nacional ni siquiera sueña con llegar.
Avenida Brasil, cuyos temas son bastante latinoamericanos, pone un espejo a otras sociedades. Ya inspiró Avenida Perú. De este lado del espejo por acá dominamos bien esos temas. ¿Algún día veremos Avenida México en la pantalla?