Avatar: el camino del agua: segundas partes…

Tengo la impresión de que al canadiense James Cameron le ha pasado algo similar que al estadounidense George Lucas: tienen una capacidad notable para las cuestiones de orden técnico y tecnológico, así como una imaginación prodigiosa, que se traduce en universos fantásticos y en películas espectaculares (y tampoco es que los esté comparando, me queda claro que, de hacerlo, narrativamente ubicaría a Cameron por encima de Lucas), pero se engolosinan con sus dispositivos y luego nos endilgan innúmeras secuelas… y me temo que su discurso –a pesar de que son abundantes sus incursiones en el terreno del guión– no es muy amplio ni diverso, que no tienen mucho que decir. Si consideramos la renta que sus creaciones generan, no es extraño que dediquen una buena parte de sus afanes a la producción, y que su filmografía sea más extensa en este campo que en el de la realización. Ambos comparten, además –de forma consecuente financieramente–, el gusto por las franquicias (Terminator y Alien en un caso; Star Wars, en el otro). Pero ya sabemos lo que dicen y lo que pasa con las segundas partes, cuantimás lo que ha acontecido con el apilo de trilogías de Lucas. Normalmente no son mejores que sus antecesoras. Para muestra, la más reciente entrega del canadiense.

Avatar: el camino del agua (Avatar: The Way of Water, 2022) es la segunda visita de Cameron al planeta Pandora. Trece años después de Avatar (2009), acompañamos a Jake Sully y Neytiri, quienes se han reproducido como si no hubiera mañana: con tres hijos y una hija adoptada conforman una familia feliz. Pero el idilio es amenazado por los fantasmas del pasado, y para no poner en riesgo a la comunidad ante un ataque inminente, deben emigrar de sus queridos bosques a los lejanos mares.

Como cabía esperar, Cameron concibe un prodigioso espectáculo visual y sonoro. Construye escenarios maravillosos y fantásticos, que se inspiran en paradisiacos parajes naturales y que en más de una ocasión son dotados, por la vía digital, con elementos que cabría calificar como espirituales. Los numerosos sobrevuelos que se llevan a cabo, así como los no menos abundantes grandes planos generales con buena profundidad de campo, permiten hacerse más que una idea de magnificencia y esplendor. A lo largo de la cinta las escenografías poseen un rol protagónico: no son sólo fondos, son otros personajes. Ahí viven y conviven habitantes sensibles y respetuosos que se convierten en defensores de la madre naturaleza. La cámara registra con atención la acción que tiene lugar en cielo, mar y tierra: la cobertura es rigurosa y no menos espectacular (a pesar de los reiterativos mini-zooms que buscan incrementar la tensión). El ritmo tiende al frenesí y aligera las más de tres horas que dura la cinta. Y si la banda sonora ofrece paisajes sonoros de apreciable riqueza, no hay mucho que consignar en lo relativo a las músicas, que no tienen la espectacularidad del resto del sonido (otro tanto habría que consignar sobre la animación y el movimiento generado en computadora, que en más de una ocasión luce poco natural).

Tanta maravilla audiovisual ofrece un marco sensible a un relato que no alcanza mayores profundidades. Entre las declaraciones de amor a la familia y a la madre naturaleza, seguimos una historia convencional que, con ecos ecologistas, gira alrededor principalmente de los deberes paternos y las angustias filiales. Así, mientras el padre se empecina en mantener a salvo a su prole, los hijos –particularmente dos de ellos– enfrentan conflictos para encontrar su lugar en el mundo. Los devenires de padres e hijos traen a la mente películas como Al este del paraíso (East of Eden, 1955) de Elia Kazan, o El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011) de Terence Malick, en las que un hermano compite con otro por la atención del padre exigente, y hasta El rey león (The Lion King, 1994) de Roger Allers y Rob Minkoff, que glorifica al jefe (y a la que emula en la presentación del primogénito a la tribu). Al final, también tiende puentes (muchos) con Los increíbles (The Incredibles, 2004) de Brad Bird, con todo y sus parajes paradisíacos y su familia en acción. Entre tanta cita-homenaje, Cameron no puede (o no quiere) autocitarse, y hay un largo fragmento inspirado en Titanic (1997).

Los nexos y los deberes familiares hacen avanzar la historia y empujan las largas secuencias de acción, es cierto, pero no hay mayor problematización, mayor reflexión, a propósito de ellos. (En algún momento pensaba que el deber de protección del padre en Avatar: el camino del agua bien podría obedecer a su vanidad, y recordaba Una noche para sobrevivir, película estelarizada por Liam Neeson en la que un padre mafioso reconoce que la mejor forma de proteger a su hijo es mantener distancia con él, abandonarlo.)

Avatar: el camino del agua está en la ruta para convertirse en la película más taquillera de la historia (ha recaudado más de 2200 millones de dólares hasta ahora; aún está a unos 600 millones del primer Avatar, que luego de su reestreno solidificó su posición como primer lugar de la lista). Y “seguirá la mata dando”: de acuerdo con la IMDb están programadas otras tres entregas de la franquicia. Esperemos que se pongan las pilas con el guión, porque va a ser medianamente fastidioso aventarse otras diez horas de lo mismo: incluso la belleza cansa cuando no la compaña la sustancia.

Calificación 65%
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