Aunque el lobo se vista de Armani, miserable se queda

23 años separan Buenos muchachos (Goodfellas, 1990) de El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), pero Martin Scorsese no sólo no ha envejecido, sino que se ve rejuvenecido: a sus 70 años el cineasta neoyorquino filma con el brío de un joven impetuoso. De ahí que su cinta sea un frenesí que apenas ofrece reposo, que sus tres horas de duración avancen con una fluidez prodigiosa. Las maravillas que se despliegan en pantalla contribuyen a materializar una especie de puesta al día de Buenos muchachos: el género humano -fallido él, como ha señalado Woody Allen, el otro neoyorquino imprescindible- , no obstante y como podremos constatar, cambia bien poco.

Wolf of Wall Street

El lobo de Wall Street se inspira en un libro de Jordan Belfort y registra su ascenso y caída. En la cinta es interpretado por el habitual Leonardo DiCaprio, quien participa por quinta ocasión con Scorsese. La cinta acompaña a Belfort en su llegada a Nueva York, donde busca convertirse en agente de bolsa. Pero cuando lo consigue, la compañía para la que trabaja cierra. Entonces descubre en una casa de bolsa pequeña la posibilidad de hacer grandes cantidades de dinero. Genial en el arte de las ventas, consigue embaucar a clientes con cantidades cada vez más altas, y sus ingresos alcanzan cifras millonarias. En la ruta consume cada vez más drogas y su vida familiar es cada vez menos apacible; su existencia ofrece orgías constantes a las que se suma con fervor: ni como resistirse.

Scorsese da cuenta de la excentricidad de un grupo de individuos que ascienden en la escala social (que ofrece parámetros tangibles por medio del consumo, del acceso a las cosas caras y ostentosas), que encuentran en la bolsa la posibilidad de ejercer de forma constante su codicia, misma que cultivan y explotan: saben despertar en sus clientes-víctimas el deseo del enriquecimiento rápido, pero los únicos que ven el producto de la transa-acción son ellos. Como señala Scorsese, hay paralelos claros con los gángsters de Buenos muchachos; también en la suerte que corren. La diferencia es que los delincuentes que se enriquecen por medio de estafas en Wall Street reciben abiertamente el reconocimiento, la admiración y el aplauso sociales. Si hasta son portada en más de una revista.

El retrato del lobo y su manada es brillante. Para no variar, Scorsese deja ver un trabajo de cámara espectacular. Desde ella imprime un ritmo vertiginoso que contribuye a hacer sensible el acelere constante de su protagonista, quien inhala interminables rayas de cocaína (adicción que en algún momento de su vida asoló a Scorsese, quien se inspira en sus propias experiencias), entre otras sustancias prohibidas por el Comité Olímpico Internacional. Scorsese es lúdico, y a menudo no sólo escuchamos la voz de Belfort (como Henry Hill en Buenos muchachos, pero mucho menos grave) sino que ocasionalmente habla directamente a cámara -es decir, a nosotros, los espectadores- para precisar alguna jugada o alguna circunstancia. La banda sonora es, también para no variar, extraordinaria. Una vez más contribuye a ella, como supervisor, Robbie Robertson, miembro de la mítica The Band y que tuvo el mismo rol en Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002) y La isla siniestra (Shutter Island, 2010). Desde aquí se hace hincapié en el tono de los diversos pasajes de la cinta y contribuye lo mismo a la ubicación temporal de ellos que a rematar o empujar los estados de ánimo del personaje. La puesta en escena es esplendorosa y privilegia el registro de la opulencia. Pero desde la luz, cortesía del mexicano Rodrigo Prieto (colaborador de cabecera de Alejandro González Iñárritu), se matiza el despliegue de algunos de los pecados capitales: la paleta de colores hace presente el imperio del dinero en más de una escena (Scorsese, que filmó El color del dinero, sabe cómo pintar de verde la pantalla; con sutileza eso sí); los contrastes hacen ver que aún en el éxtasis hay oscuridad. Para dar cuenta de los estados físicos por los que pasa Belfort en sus habituales sobredosis, el mexicano utilizó una variedad de lentes y filmó a 12 fotogramas por segundo (la mitad de la norma). Sin embargo la cinta es luminosa, como demanda la comedia.

Porque El lobo de Wall Street transita por ese género. Sin embargo habría que precisar que es más bien por las veredas de la sátira. Scorsese hace una exhibición concienzuda de estos sujetos que se enriquecen a costa del engaño, que son cuestionables incluso en un medio -como la bolsa de valores- que es pura virtualidad y especulación. Su propuesta deja ver un cinismo gozoso y hace apuntes críticos valiosos, como aquello que eufórico grita un personaje y que condensa todo un diagnóstico: “Stratford Oakmont (nombre de la compañía fraudulenta de Belfort) es América (es decir, Estados Unidos). Scorsese ilumina lo mejor y lo peor del género humano; irónicamente ambos extremos conviven en el mismo individuo, como sucedía con el protagonista de Taxi Driver (1976). La moraleja es tan clara como inquietante: el crimen no paga… pero la justicia tampoco. Al final tanto a los que se aferran a ascender por el primero como los que se afanan en perseguir la segunda les espera la miseria; de diferente orden, cierto, pero miseria al fin.

 

Texto publicado en Magis el 24 de enero de 2014


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