En Apolo 10 1/2: una infancia espacial (Apollo 10 1/2: A Space Age Adventure, 2022) el norteamericano Richard Linklater (responsable, entre otras, de Boyhood, Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes de medianoche) vuelve a utilizar la animación con rotoscopio (técnica que se sustenta en la “copia” de acciones realizadas por personas), como lo hizo hace veinte años en Despertando a la vida (Waking Life, 2001). Concibe una historia que sabe a autobiografía y que presenta en tono nostálgico una aventura de la era espacial (como reza el título original) en Texas, de donde es oriundo el cineasta.

La historia sigue los pasos de Stan (Milo Coy), un chamaco de 10 años que crece en los suburbios de Houston, donde todo gira alrededor de la NASA. Su padre realiza un trabajo administrativo en dicha agencia –lo cual avergüenza al chamaco– y el relato (narrado por Stan adulto y la voz de Jack Black) nos lleva a la cotidianidad de la numerosa familia.

Como en la prodigiosa serie Los años maravillosos (The Wonder Years, 1988-1993), asistimos al paisaje norteamericano de finales de los años sesenta en los suburbios, que huelen a nuevo y a futuro. Aparece la guerra de Vietnam de fondo y la rebeldía de los hippies, así como las singularidades de los padres y las fricciones y solidaridades que son características en las relaciones fraternas. En la película de Linklater el viaje a la luna es un hito, al grado de darle estructura a la cinta. Pues las cosas inician cuando unos agentes de la NASA piden ayuda a Stan, ya que se han equivocado en los cálculos para la nave y ésta tiene dimensiones que se acomodan a su talla. La narración gira, así, alrededor de su experiencia como astronauta.

La animación es pertinente para dar frescura a la crónica y aportar un tono lúdico. La ruta es acompañada y acompasada al ritmo del hit parade de la época, y se suceden alrededor de 50 canciones (por lo general algunos fragmentos de ellas; merecen la atención las que aparecen al final, en particular Shape of Tnihgs to Come de Mar Frost & the Troopers, que por acá conocíamos porque era utilizada en el programa Ensalada de locos) por la banda sonora. Ésta, por momentos, es bastante demandante, pues no sólo se hacen presentes las rolas, sino que la narración apenas ofrece algunas pausas: la cinta es habitada por una verborrea interminable. La narración, que desata el frenesí y abre la ruta a la intimidad de una típica familia de los suburbios, también provoca cierta saturación. La técnica es pertinente para el acercamiento infantil a los eventos; y, desde ella, para redescubrir la maravilla de la repetición: la experiencia resulta singular aunque sea vivida y compartida por numerosas personas.

Con la humildad y la curiosidad que caracterizan a su cine, Linklater vuelve a un período histórico que, con sus contradicciones, ofrecía amplias posibilidades y permitía cierto optimismo; y a una etapa de la vida en la que los descubrimientos se multiplican y dejan profunda huella. Lo hace desde una edad (el cineasta es un sexagenario) en la que el recuerdo es reinvención. El ejercicio memorioso de Apolo 10 1/2: una infancia espacial nos recuerda, así, que la maravilla está en lo que se vive, pero tal vez aún más en cómo se vive y… en cómo se recuerda.