Alegoría fascinante

Recientemente el húngaro Kornél Mundruczó Hagen y yo (Fehér isten, 2014) nos hizo ver cómo algunos humanos se convierten en una especie de diosesitos al decidir sobre la vida y destino de los perros que poseen. Ahora el coreano Bong Joon-ho entrega, en El expreso del miedo (Snowpiercer, 2013), una fábula metafórica sobre el curso de la economía y los abusos que ésta valida: muestra cómo el ejercicio del poder convierte a un puñado de humanos en diosesitos, y a la mayoría en mano de obra barata, en piezas de recambio. En ambas películas la rebelión es inaplazable. Y los resultados son fascinantes (tanto estimulantes como chocantes), justo es anticipar.

El expreso del miedo es la más reciente entrega del surcoreano Bong Joon-ho, quien ha dejado muestras de su maestría en las inquietantes El huésped (Gwoemul, 2006) y Madre (Madeo, 2009). En las dos deja ver una propensión al exceso y un rigor valioso en el manejo de diferentes géneros (terror, en la primera; thriller en la segunda) y ha dejado escuchar una voz que ilumina aspectos oscuros del ser humano. Ahora concibe un thriller alegórico de ciencia ficción que inicia con el planeta congelado; los sobrevivientes viajan en un tren (el “rompenieves” a que alude el título original). El asunto arranca en los últimos vagones, que son ocupados por los que nada tienen. Regularmente son censados y reciben visitas de una mujer a la que llaman “ministra” (Tilda Swinton) y son alimentados con una pasta oscura. Curtis (Chris Evans) inicia entonces una revuelta, cuyo objetivo es llegar a la punta y encarar a Wilford, quien es considerado casi como una divinidad. Pero la ruta no es sencilla: hay una serie de puertas blindadas y un montón de guardias armados.

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Joon-ho propone una puesta en escena prodigiosa: utiliza luces duras y una paleta de colores sombríos (a veces eléctricos) para matizar posiciones sociales y estados de ánimo, para crear una serie de atmósferas que hacen tangible diferentes estampas de la humana sordidez. Todos contrastan con la blancura del exterior, del hielo que cubre la superficie terrestre. Los vestuarios y los maquillajes también hacen visibles las jerarquías; hacen particularmente odiosa a la mencionada ministra. La cámara y el montaje acercan y hacen tomar distancia, y la violencia es registrada de forma brutal: incluso resulta chocante cuando se presenta cierta estilización y es posible apreciar la extraña belleza del cuerpo humano masacrando otros cuerpos humanos. Así, el tren avanza como un ente enfermizo, como un organismo disfuncional. La forma es prodigiosa y construye un paisaje que causa aversión, contribuye a dar cuenta del curso de un arca con un Noé corporativo, a esbozar una humanidad abyecta, sumamente desagradable (y no es documental, que conste), que luce extraviada y recorre un círculo vicioso, el que describe el tren, que tarda un año en darle vuelta al planeta: aquí nadie es simpático; algunos cargan con un pasado terrible y si el líder es cínico y tiene un proyecto para conservar sus privilegios (además de reconocer el lado oscuro de la condición humana y recordarnos que todos viajamos en el mismo planeta) no parece que los menesterosos de la cola –del tren– tengan un objetivo claro a largo plazo, que posean ambiciones de construir algo diferente; tan sólo buscan cambiar de menú.

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Joon-ho exhibe la miseria de la humanidad subida en el tren del capitalismo. Un tren que no se para ante ningún obstáculo y una humanidad que, carente de imaginación y de valor para arriesgarse, se aferra a él porque aun siendo terriblemente injusto, garantiza su sobrevivencia. El cineasta oriental pinta un paisaje que nos resulta tristemente familiar: muestra cómo el agua es un bien fundamental en la distribución del poder –y da cuenta de una rebelión que voluntaria o involuntariamente recuerda la que se vivió en Bolivia–; coloca en escena, además, a un ejército que es ciego y está dispuesto a matar para conservar el estado de las cosas; la reproducción de los que menos tienen es necesaria para mantener la máquina andando, con controles de natalidad eso sí; una juventud que sólo sale de su letargo y se enoja cuando es despojada de aquello a lo que es adicta (¿como los jóvenes y no tan jóvenes que hoy son adictos a los teléfonos inteligentes?). Con algunos pasajes que por momentos son delirantes y con simbolismos que son elocuentes y a veces repugnantes, denuncia a los que ostentan el poder económico y político y que juegan a ser Dios, pero también aniquila todo posible romanticismo de corte marxista y exhibe a una masa menesterosa incapaz de reaccionar, abúlica, que espera que alguien la guíe.

El expreso del miedo corre valiosos y oportunos riesgos para proponernos un espejo incómodo. Recurre a la fantasía con afanes realista y ofrece un sano contrapeso al optimismo desbordante de Misión rescate (The Martian, 2015). Y ahora que Obama refrenda el rol protagónico de Estados Unidos para guiar la economía mundial, Joon-ho propone una ruta alterna. Si se bajara de su pedestal y mirara la cola del tren, el presidente norteamericano bien podría sentirse aludido al final de la cinta…

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