Aladdín: corrección política en una Arabia que parece India

La pregunta sobre por qué Disney alimenta su producción de películas live action basadas en añejos éxitos animados del mismo estudio es, por supuesto, retórica. Si bien cabría pensar en pretextos varios, como el crecimiento tecnológico, queda claro que el tránsito por obras pretéritas es eminentemente pecuniario (perdón por subrayar la obviedad). De ahí que al frente de los proyectos recientes aparezcan realizadores de diversas ambiciones y alcances, pero que tienen algo en común: son buenos artesanos y han encabezado con fortuna películas de alto presupuesto. Los resultados que ha obtenido el estudio del ratón Miguelito, sin embargo, son pobres hasta donde vamos: Tim Burton apenas alcanza a aparecer en Dumbo (2019); Guy Ritchie (Snatch, Sherlock Holmes), que nunca ha tenido un discurso atendible, entrega acción y más acción en Aladdín (Aladdin, 2019); ya veremos qué cuentas entrega Jon Favreau con El rey león (The Lion King, 2019).

Aladdin es una puesta al día –en más de un sentido– de la homónima entrega de animación noventera. Acompaña al ladronzuelo epónimo que conoce a una joven princesa y encuentra la lámpara en la que vive un genio que concede tres deseos. En la ruta al poder y el amor encuentra obstáculos más o menos importantes: por supuesto el malo –Jafar, que aspira a ser sultán–, pero sobre todo él mismo, con sus inseguridades y sus banalidades.

Para no variar, Ritchie entrega un espectáculo escandaloso, en algunos momentos apabullante. Para empezar, nos entrega un largo movimiento de cámara pertinente lo mismo como introducción al mundo árabe en el que se supone que se ubica la historia (porque por momentos parecería que la acción se ubica en India: total, visto desde Hollywood India y Arabia son todo exotismo… similar; a nadie debiera extrañar, así el final al estilo Bollywood) que para cubrir uno de los requisitos obligados del 4DX, cuyos inicios habituales son panóramicos y largos travels. Para entonces ya se arrancó el musical, desde el hondo pecho de Will Smith. A lo largo de la cinta el deslumbre y la estridencia visuales vendrán acompañados de canciones más o menos (re)conocidas. La acción por momentos es caricaturesca, no sé si voluntaria o involuntariamente, pues hay los que parecen efectos especiales medianamente defectuosos y algunas cámaras rápidas. Mención aparte merece el genio: el de Robin Williams de la cinta animada es “actualizado” con un Will Smith que raya en la exacerbación, en la estridencia. En ambos casos, el personaje es en buena medida el actor, así que funciona en medida de la simpatía o antipatía que ya se tenga por el actor genial. El vértigo es por momentos afortunado; en otros es rutinario, fastidioso.

El dispositivo es pertinente para empujar una historia (otra) sobre la identidad, el que más de algún teórico considera como el gran tema de la dramaturgia. En la ruta hay pasajes de humor rescatables y comentarios valiosos. Estos últimos hacen una crítica de conductas bastante vigentes: la insatisfacción crónica, el egoísmo recalcitrante, la consecución facilona de “los sueños”. Al estar el abordaje de todos ellos en el diálogo (o en el moralista monólogo genial) más que en la acción, cobran poca relevancia. Más fuerza tiene el obligado y políticamente correcto ensalzamiento del femenino empoderamiento: la Jazmín de esta entrega bien podría ser una emulación de Indira Gandhi (para seguir con la pachanga geográfica). Asimismo, al liberar al genio negro (sin doble sentido), la cinta concibe una verdadera manumisión. Aladdín sirve así para cubrir con las exigencias de la mentada corrección política (¿en eso consiste la principal puesta al día?). en conclusión: sin ir más allá de la animación original, Ritchie entrega algunos mensajes y algunos pasajes rescatables en medio de un musical adocenado y una estridencia aturdidora.

Calificación 65%

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