A propósito de Ennio

La muerte de Ennio Morricone es un pretexto oportunísimo para el repaso exhaustivo de la obra y el elogio desmedido del artista hoy difunto. El texto que aquí inicia no hará una cosa ni la otra. Y no porque el músico italiano no lo merezca: la prensa se ha encargado de revisar estos menesteres, por acá y por allá, con abundantes textos ad hoc. El singular artista, que se despidió con singularidad –con una carta para los de acá (que inicia: “Yo, Ennio Morricone he muerto”), a diferencia de las hartas cartas que se leen en las redes sociales para los de allá: Facebook como medium– ha sido objeto de merecidos reconocimientos. A mí, su muerte me trajo a la memoria anécdotas valiosas (como sus corajes con Tarantino, a quien llamó “cretino”, y cuyas películas calificó como “basura”) y me invita a revisar el papel de la música en el cine, al que el italiano hizo memorables servicios. Porque hoy día la música en pantalla me llama demasiado la atención. A menudo de forma negativa, al grado de que no es raro que me genere más de una sospecha. Al final, se verá, todos los caminos pasan por Ennio.

Para Michel Chion, la música en el cine, con sus ocasionales irrupciones, estructura el tiempo y tiene dos modos de ocurrencia: “interviene en momentos de espera, en los que la situación es incierta […] o bien espera que la situación ya esté bien iniciada; es entonces que hace explotar el clímax, que despliega la emoción” Este último caso lo ilustra con Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968), “en la que la harmónica Ennio Morricone llega después de 15 minutos”. Pero “antes que ser un sostén emocional para la película, la música en el cine es para empezar un aparato tiempo/espacio; dicho de otra forma, una máquina para tratar el espacio y el tiempo, que permite dilatar, contraer o inmovilizar a voluntad”.

El hoy celebérrimo compositor parisino, Alexandre Desplat (responsable de las músicas de la más reciente entrega de Wes Anderson y asistente habitual de la gala de Óscar), cree que es importante sobre todo “la manera en la que debe intervenir. La forma en la que se integra a la gramática y al discurso cinematográfico. Evidentemente, de acuerdo con los cineastas, sus técnicas y sus elecciones de movimientos de cámara, de ángulaciones, el discurso puede cambiar. Pero decir que una buena música para cine no se debe escuchar es un sinsentido. Lo que me gusta, por el contrario, es que no se escuche llegar, que no se escuche terminar y que se integre más a los escenarios y a los efectos sonoros”.

De acuerdo con lo que comenta Desplat, la música –como la fotografía y los demás elementos visuales y sonoros– hace una contribución humilde pero importante a la película en su conjunto: debe apelar, estar presente y hacer su parte, pero no debe convertirse en la protagonista. Porque si acapara la atención del espectador, la irrupción de la música puede resultar contraproducente, ya que en ese pasaje la imagen pasaría a un segundo término. No es raro encontrar, sin embargo, apuestas inversas, es decir, la introducción de música para hacer funcionar pasajes flojos de una cinta: la musica sale así “al rescate”. Esto se puede notar particularmente en algunas óperas primas: el cineasta debutante, acaso inseguro de lo que ha conseguido con la cámara, endosa a la música la agencia de la emoción.

Michael Haneke, quien se ha referido a la música como “el arte más sublime”, no acostumbra utilizar música en sus películas. A menos que forme parte del universo de la cinta, lo que los académicos llaman música diegética. Así, en La pianista (La pianiste, 2001) las músicas aparecen por medio de la protagonista, quien es maestra de piano; en Amor (Amour, 2012) los protagonistas asisten a un concierto, y si no vemos a los músicos, podemos escuchar en off sus ejecuciones. A la pregunta ¿por qué se rehusa a incluir música en sus películas?, contesta: “No veo la utilidad. ¿Para qué subrayar una secuencia con música? Adoro la partitura de Ennio Morricone en Érase una vez en el Oeste, pero yo, yo hago cine realista, y en la realidad, no hay música. Por lo general, los realizadores la ponen para esconder las fallas de su guión o de su puesta en escena. Cuando una secuencia no funciona, se añade una pieza y se crea la emoción o el suspense. Eso me parece bastante repugnante”. Deliberadamente, entonces, la música cobra protagonismo.

Desde la perspectiva de Haneke la utilización de la música surge del acercamiento que el autor concibe, del tono que busca imprimir. “En la realidad la gente no comienza a cantar de la nada” decía un personaje de Bailando en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000) de Lars von Trier, como sucede en el musical, que acaso es el género menos realista. ¿La utilización de la música no diegética, entonces, llevaría a la mayor parte de las cintas fuera de la realidad? Para dar realismo a uno de los momentos más fuertes de Batman: el caballero de la noche asciende (The Dark Knight Rises, 2012), en el que Bane deja inválido a Bruce Wayne, Christopher Nolan detiene la música que se escucha previamente. El pasaje adquiere así cierta crudeza. Por otra parte, una de las últimas colaboraciones para cine de Morricone fue en Los 8 más odiados (The Hateful Eight, 2015) de Tarantino, cuyo cine es pura fantasía.

Para mí la música es fundamental en la vida (como para el buen Federico Nietzche, quien sentenció: “la vida sin música sería un error”). En el cine tengo mis reservas porque abundan los casos en los que reparo en la presencia de la música y al observar con mayor detenimiento la imagen y el relato es posible constatar el por qué está ahí la música, porque se “notan las costuras” y el distanciamiento con lo visto es inevitable: hago consciente que estoy frente a un dispositivo ficticio y que hay un intento de manipulación (en Madrid, 1987 el personaje principal dice que la música es como un semáforo encargado de marcar las emociones). Recuerdo particularmente la fallida Escuadrón suicida (Suicide Squad, 2016), que a la larga se convirete en un conglomerado de videoclips. Morricone dijo en alguna ocasión que “hay algunos directores que de hecho temen el posible éxito de la música. Temen que el público o los críticos pensarán que la película funcionó porque había un muy buen score musical”. En esos casos la música es un salvavidas.

No tengo problemas con los usos convencionales de la música. Muchos de los directores que admiro lo hacen, y no necesariamente sus propuestas caen en la fantasía. Así, no es raro que después de ver una película me dé a la tarea de buscar el mal llamado soundtrack. De esta forma, sin ser crítico musical, puedo al final calificar las músicas. Y para mí, una buena música para cine funciona tan bien en la película y fuera de ella. Aprecio en especial las músicas de Joe Hisahishi (compositor de cabecera de Kitano y Miyazaki, cuyas músicas aportan a la crudeza del primero y la fantasía del segundo), de Eleni Karaindrou (colaboradora de cabecera de Theo Angelopoulos) y Goran Bregovic (cuando era cuate de Kusturica), pero también lo que han hecho músicos que provienen de otras latitudes, como Herbie Hancock (‘Round Midnight, 1986), Peter Gabriel (La última tentación de Cristo, 1988), Vangelis (Blade Runner, 1982) y Stewart Copeland (Rumble Fish, 1983). Entre mis “soundtracks” predilectos están el de La misión (The Mission, 1996) de Morricone y el de Tres colores: Azul (Trois Couleurs: Bleu, 1993) de Zbigniew Preisner, películas en las que la música es, con todo merecimiento, una protagonista.

 


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