A 52 años de Canoa

[El mexicano] Practica la maledicencia con una crueldad de antropófago.

Samuel Ramos

14 de septiembre de 1968: una fecha aciaga en un año que terminaría siendo aciago en la historia de México. Cinco jóvenes montañistas, trabajadores de la Universidad de Puebla, se dirigen, de excursión, a La Malinche. Una fuerte tormenta y la noche los sorprenden en San Miguel Canoa. Piden hospedaje en una humilde vivienda, donde planean dormir para continuar su viaje al día siguiente. Mientras tanto, el cura de la localidad azuza a la gente. En los altavoces instalados por todo el pueblo se oye la voz exaltada de una mujer: “Ya llegaron los bandidos, ya llegaron los abigeos”; más tarde un hombre, por el mismo medio, avisa: “Ya llegaron los comunistas, nadie debe dormir; Dios y San Miguel nos necesitan”. A propósito del alboroto, el hombre que da hospedaje a los excursionistas comenta: “Qué mal le hacen al pueblo los aparatos de sonido, por Dios, mentan mentadas de gente […] de a tiro feo, un aparato con tres trompetas […] hay un chingo por todas partes.”

En el pueblo se corre la voz; la gente se organiza. A nadie le consta que los recién llegados sean abigeos o comunistas. No hace falta. Pronto se desata la furia, y una horda enardecida se dirige al domicilio donde descansan los trabajadores universitarios, para detener la amenaza que sólo existe en sus mentes. Los huéspedes y los jóvenes reciben con abundancia golpes, machetazos: el pueblo (al que cuesta mucho, pero mucho trabajo –y mucha imaginación– colgarle la etiqueta de “bueno”) tiene la ocasión de transformar su miedo en ira, de traducir en golpes y gritos el odio que inunda su corazón. El linchamiento es monumental, memorable. Maltratar a los otros de forma anónima y pusilánime es un deporte que el crédulo mexicano, creyente o no –poco importa–, realiza religiosamente, con gusto, con pasión. Libres de culpa, nunca faltan los que siempre tienen una piedra en la mano y están dispuestos a lanzarla. Basta con que se convenzan –y se convencen fácil–, de que el otro es un peligro, que ha hecho algo terrible, para que expresen a machetazos, reales o verbales, su infinita capacidad de odio.

“Fusila y después viriguas”, decía Pancho Villa, un procedimiento que es posible constatar en las decenas de linchamientos que cada año tienen lugar en México. ¿Averiguar si el acusado es realmente un abigeo? ¿Asegurarse que realmente ha hecho aquello de lo que se le acusa o representa un peligro? ¿Para qué, si los potenciales linchadores ya se creyeron la acusación y se creen justicieros, si tienen machetes en sus manos y se siente tan bien repartir golpes, maltratar al que ellos quieren creer que es malo, de preferencia en masa? ¿Los linchadores desacreditan el sistema de justicia porque se sienten por encima de la autoridad, y creen que si ellos no hacen justicia entonces no se hará (¡porque creen que están haciendo justicia!)? ¿Por eso se dan el privilegio de ejercer la violencia, de enjuiciar, dictar un veredicto y ejecutar una condena? Como dice uno de los trabajadores linchados: “Esto está de la chingada”. El saldo final: cuatro muertos (dos trabajadores universitarios, el anfitrión y su hermano); los otros tres montañistas, con heridas graves, incluso mutilaciones.

                

A partir de un guión de Tomás Pérez Turrent, Felipe Cazals llevó a la pantalla los hechos de marras en Canoa (1976), un hito del cine nacional (del que provienen los diálogos y la mayoría de las imágenes que aparecen en este texto). Don Tomás no tenía la intención de hacer “una película sobre los acontecimientos de 1968”. No obstante, “un amigo”, comenta, veía en la película “una metáfora de 1968”. Una metáfora. 1968. Sí, pues.


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