La historia es violenta… y la cuentan los ganadores

En Último turno (End of Watch, 2012), David Ayer seguía a una pareja de policías de Los Ángeles en su diario combate al crimen. Para crear empatía con ellos, el cineasta proponía incursiones en la comedia de cuates (o buddy movie) lo mismo que en el drama familiar. Algo similar lleva a cabo en Corazones de hierro (Fury, 2014), su más reciente entrega, en la que además saca provecho del género que ha hecho del camino un aliado del desarrollo dramático (el road movie).

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Ahora acompaña a la tripulación de un tanque norteamericano que en abril de 1945 incursiona en territorio alemán. Entre el cinismo aparentemente insensible del líder, Don (Brad Pitt) y la atónita mirada del novato Norman (Logan Lerman), se abre un abanico de posturas (y orígenes raciales) ante la guerra, cortesía de los otros tres miembros del equipo. Mientras avanzan por los caminos de la Alemania en retirada somos testigos de los estragos de la guerra, que lejos de ser el campo donde se debaten ideales, es una carnicería en donde hay que matar para no morir.

Una vez más Ayer deja constancia de su solvencia para registrar la acción –en este caso los encontronazos militares–, para dar realismo y verosimilitud a los pasajes violentos que presenta. En ningún momento embellece la batalla ni hace mayor elogio del acto de asesinar al enemigo, y menos cuando sucede a sangre fría (si bien tampoco emprende mayor censura al respecto). Como documento histórico la película alcanza para hacerse una idea de la abyección que supuso acabar con la aberración nazi, del sufrimiento de los que lo llevaron a cabo. Y más que en la dureza de Don y sus veteranos compañeros, es en la mirada del joven Norman donde uno puede tener una mejor imagen de lo que representó este paseo por el infierno.

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No obstante, Ayer vuelve a ser dogmático y no duda en imprimir algunas dosis de sensiblería (y hacer el elogio del heroísmo más rancio). Todo esto se suma para proponer un acercamiento a lo humano más bien superficial. Así la propuesta alcanza para hacerse una idea de lo sucedido en la segunda guerra mundial y la pérdida de la inocencia ante ella, pero no hace aportes precisamente novedosos ni va a profundidad en lo relativo al fenómeno bélico en sí ni en la consecuencia antropológica de la voluntad de seguirse entrematándose porque “muchos tienen que morir” (como dice Don, quien casi descubre el hilo negro); tampoco emprende mayor crítica a los abusos que perpetraron los aliados en general y los norteamericanos en particular.

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