Una chica y una pistola, nada más: Sin aliento (1960)

CINESCOPÍA/José Javier Coz

Sin aliento o Al final de la escapada o Al filo de la escapada (À bout de souffle, 1960) es la primera película que dirige Jean-Luc Godard (1930-2022). Le encargó el guion a François Truffaut –y lo supervisó Claude Chabrol–, basado en una historia escrita por ambos e inspirada a su vez en un hecho real acaecido en 1952. Hizo entrega del guion porque se lo exigieron los productores luego de que se había negado a escribir uno. Durante el rodaje, prescindió totalmente del guion.

Inicia con Michel Poiccard (Jean-Paul Belmondo) en Marsella, quien roba un automóvil y se pone en camino a París. Un patrullero en moto le da alcance. Michel le dispara a quemarropa.

Llega a La Ciudad de las Luces, busca a Patricia Franchini (Jean Seberg), una exnovia estadounidense, pero no está y allana su cuarto de hotel. No encuentra dinero. Visita a otra exnovia, a quien le pide 5 mil francos y ella le ofrece 500 que están en su bolso. Michel declina, pero acto seguido, en un descuido, se lo extrae del bolso, gesto que salda un impulso: no aceptar dinero de una dama, mejor robárselo.

Michel compra todos los periódicos para dar con la inminente nota del patrullero asesinado, hasta que encuentra uno cuyo encabezado anuncia que ya se tiene a un sospechoso. Todavía no hay nombre ni foto, pero a partir de aquí el espectador verá a Michel en exteriores siempre con lentes oscuros.

Por fin se topa con Patricia en los bulevares de Champs-Élysées vendiendo el New York Herald Tribune, donde se está fogueando como reportera además de ser aspirante a la carrera de periodismo en La Sorbona. Desde este reencuentro, Michel, a manera de leitmotiv, le insiste a Patricia en querer acostarse con ella. Ella está embarazada de él y no sabe si sigue enamorada. También le insiste en invitarla a Roma y le promete tener dinero pronto. Le cuenta de un deudor, un tal Antonio Berruti.

Patricia atiende a una cita con su jefe inmediato para una rueda de prensa con el escritor Jean Parvulesco, personificado por el director Jean-Pierre Melville (en otra escena hay un atropellado que es el director Jacques Rivette, y el propio Godard aparece como un transeúnte que identifica a Michel y da aviso a la policía).

A salto de mata, Michel se las arregla para vigilar a Patricia al mismo tiempo que busca a Berruti. Michel ve a Patricia besándose con su jefe. Si no es caminando, Michel se traslada en coches robados, eso sí, lujosos, deportivos y convertibles. Continúa hurtando dinero ya sea como carterista, vendiendo coches robados o pidiendo prestado. Por fin, en una edición vespertina aparece su foto en primera plana como un criminal buscado. Ahora se le verá ocultándose detrás de un periódico, apresurado con la compañía de un jazz en tempo prestissimo.

Sin embargo, hay un entreacto en el que el ritmo de la película se suaviza y constituye una de las escenas en la historia del cine más memorables, filmada en una habitación en la que la máxima distancia que disponía la cámara fue un balcón y un baño de una habitación.

Patricia y Michel entablan unos diálogos sordos de estire y afloje, cargados de seducción y de aparente frivolidad, intercalados aquí y allá por frases lapidarias en torno a la mirada de la que nada se puede inferir a ciencia cierta y sobre la inaccesibilidad a la conciencia del otro, todo acompañado de gestos divertidos como los intentos de Michel de abrazar a Patricia por los hombros seguidos de ella apartándole el brazo, o de ella que se aleja cuando él la ciñe de la cintura, él que le cambia de tema cuando ella se torna solícita y él que le manosea el trasero a cambio de una cachetada, gesto por demás tierno para un varón si este tipo de reacción tan femenina viene de una cándida y hermosa joven como lo fue Jean Seberg.

Parece que Patricia espera que Michel la reconquiste de otra manera que no sea con dinero, ni con un viaje a Roma, tampoco proponiéndole sexo.

Termina el entreacto y regresamos a la huida. Un inspector de la policía llega al periódico e interroga a Patricia. Ella no está enterada del patrullero muerto, pero admite conocer a Michel. El inspector no detiene a Patricia porque no alcanza la complicidad, le advierte no salir de la ciudad y le deja su tarjeta para que lo llame cuando vea a Michel. De nueva cuenta Michel la encuentra. Ella lo pone al tanto de la policía. Lo acompaña a cobrar, por fin, el dinero que le deben en casa de un amigo de Berruti. Éste todavía no llega. Michel le encarga a Patricia unas cosas de la tienda. En un café, Patricia telefonea al inspector. Patricia regresa y a bocajarro le anuncia a Michel que acaba de entregarlo a la policía. Ella espera que emprenda la fuga, pero Michel le pregunta por qué lo hizo. Patricia le dice que no sabe si está enamorada. Michel dice que prefiere estar preso.

Están en la cocina. Enseguida comienza otra escena de antología en la que una conversación deshilada confirma el monólogo que siempre hubo entre ellos. Mientras ella diserta sobre el amor caminando en círculos –que la cámara registra en un planosecuencia– se oye en segundo plano a Michel disertando también, pero en torno a la cobardía. Sin duda, se trata de un desplante que Godard contrapone a una toma trasquilada que vemos antes: la edición, sin continuidad, de fragmentos que no duran ni un segundo y extraídos de una sola toma larga y fija de Patricia y su jefe conversando en una mesa, probablemente inspirada en las anécdotas del encargado de la cinematografía, Raoul Coutard, que trabajó de camarógrafo en documentales sobre la guerra en Indochina y que conocía la edición al vapor de las entrevistas para los reportajes que había que entregar en caliente para su revelado a última hora.

En Sin aliento se nota la osadía fresca y jovial de un director que debuta poniendo en riesgo absolutamente todo, y con conocimiento de causa pues trabajó por años como crítico en Cahiers du Cinema y como asistente de dirección. Capitaliza torpezas y carencias, naturales en un novato. Improvisa diálogos, se toma licencias propias de un director consumado, continúa haciendo crítica de cine, inicia –de ya– homenajes a sus héroes del cine, rompe cánones de la confección de la imagen y de las convenciones narrativas, y pone en jaque la interdependencia entre imagen y sonido, desfasándolos. En ningún momento hace concesiones contra la consigna de la Nouvelle Vague de que una película se escribe con la cámara, una consigna no sólo para él sino para el espectador. Éste es constantemente sustraído de la película, es alertado de que está viendo una, que está viendo lo que una cámara vio.

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