A causa de un feliz accidente “descubrí” que Netflix alberga tres películas de Patricio Guzmán, el realizador chileno del mítico documental La batalla de Chile (1975-1979). El hallazgo, me parece, merece atención porque su presencia en esta plataforma de streaming es verdaderamente extraordinaria, es plausible porque el cine de Guzmán por lo general está ausente de la cartelera comercial, incluso de las llamadas “Salas de arte”, en las que se proyectan las mal llamadas “películas de arte” (etiqueta bajo la cual se condena, casi a la indiferencia, a propuestas que no se ajustan a los parámetros del cine convencional: no son estruendosas y a veces tienen la gran ambición y la osadía de demandar que el espectador piense). El caso es que en la programación de la mentada plataforma aparecen: El botón de nácar (2015), La cordillera de los sueños (2019) y Nostalgia por la luz (2010).
Los documentales de Guzmán caben en la modalidad que Bill Nichols –uno de los grandes teóricos del arte de la no ficción– denomina participativa. En ésta, como en las películas del chileno, el realizador es también narrador; es una especie de guía que, detrás de cámara, dialoga con sus personajes y él mismo se convierte en uno. Asimismo, suele utilizar material de archivo para apoyar su relato. El cine, así, se convierte en una herramienta personal, pertinente para objetivar la subjetividad. Guzmán lleva a cabo una labor de inteligencia, es decir, establece nexos entre elementos hasta entonces dispersos y sin conexión aparente: en sus manos el documental es una herramienta relacional (y su forma de concebirlo lo relacionaría con Werner Herzog). En sus proyectos es posible constatar cómo va de lo macro a lo micro, de la geografía a la historia, y de la cosa pública a la intimidad, para establecer puentes que invariablemente –inevitablemente– pasan por un gran tema y un gran evento que sacudió la vida y obra del cineasta: Chile y el golpe militar del 11 de septiembre de 1973.
Nostalgia de la luz
Guzmán viaja al desierto de Atacama, donde se ubican los observatorios más grandes del planeta, y ahí dialoga con un astrónomo que explica que el presente no existe, y que su labor es explorar el pasado. Ahí también encuentra a un grupo de mujeres que buscan los restos de sus desaparecidos, pues se sabe que por esos rumbos hubo un campo de concentración de la dictadura pinochetista y ahí se han encontrado huesos de algunas víctimas.
A Guzmán lo mueve una obsesión: ventilar el dolor producido por el golpe de estado de septiembre de 1973 y sus consecuencias. Y ante el silencio o la indiferencia de la mayor parte de los chilenos (los que aún buscan, como las mujeres de Atacama, son vistos como dementes), y para mantener el asunto presente, el documentalista perpetra un ensayo que da voz a los que exploran el cielo y el suelo, porque a ambos los une el pasado (y los une Guzmán). El cineasta concluye: “La memoria tiene gravedad: siempre nos atrae”. La cinta es emotiva, obstinada, persistente… y tiene un gran peso.
La cordillera de los sueños
El punto de partida es cortesía de Los Andes, a los que nos acercamos con sobrevuelos espectaculares que son pertinentes para dar cuenta de su enigmática belleza. La cordillera ocupa una buena parte de la superficie de Chile y recorre de norte a sur todo el país. Con su hablar pausado y con un ritmo apacible Guzmán, que lleva décadas viviendo fuera de su país, nos comenta: “Cada vez que paso por encima de la cordillera, yo siento que estoy llegando al país de mi infancia, al país de mis orígenes”.
Se da a la tarea, entonces, de explorar los significados que la cordillera tiene para diferentes personajes, que en su mayoría son artistas y algunos son de edad madura. Con acercamientos poéticos y una constante perplejidad, todos van revelando lo que representan Los Andes y cómo influyen en ellos tanto en lo físico como en lo emocional; en lo espiritual, se diría. Todos esos caminos llevan al fotógrafo y documentalista Pablo Salas, quien ha registrado a lo largo de los años numerosas manifestaciones callejeras. Sus abundantes grabaciones dan cuenta de la represión, que se hizo presente después del golpe y que se ha extendido a lo largo del régimen militar y los que le han seguido. El diálogo con Guzmán pasa por la historia, pero también por el oficio que comparten.
La inmersión del cineasta por el pasado y por la geografía concluye con la formulación de un deseo: “Que Chile recupere su infancia y su alegría”.
El botón de nácar
En el inicio fue el agua. Nos enteramos de que el Océano Pacífico es la frontera más larga de Chile. Después somos seducidos por la belleza extraordinaria del estuario “Patagonia Occidental”, que descubrimos en un lento sobrevuelo. En ese punto, nos comenta el cineasta, “la cordillera de los Andes se hunde y reaparece en miles de islas”. El agua incrementa su protagonismo y con ella se hacen presentes los grupos humanos que se asentaron siglos atrás y de los que apenas quedan algunos sobrevivientes. Éstos “reflejaban” el cosmos pintando sus cuerpos, y por la pantalla desfila una serie de fotografías impresionantes, que fueron tomadas años atrás y que tienen valor tanto para la etnología como para la generación de emoción.
Más adelante conocemos que a inicios del siglo XIX un barco inglés navegó por la Patagonia, y Guzmán nos narra la historia de Jemmy Button. Éste subió a la embarcación a cambio de un botón de nácar. Posteriormente vivió una temporada en Inglaterra; años después regresó y nunca pudo adaptarse de nuevo a su viejo hogar.
Esta ruta también lleva al golpe, cómo no. Guzmán hace un recordatorio de las prácticas de tortura de los militares y revela uno de los parajes adonde eran conducidos los presos políticos: la isla de Dawson. Ahí murieron miles de indígenas en las misiones católicas, y fue convertida “en un campo de concentración para los ministros de Allende que fueron deportados desde Santiago”. Por allá fueron enviados “más de 700 seguidores de Allende”, algunos de los cuales aparecen en el documental.
En la parte final nos enteramos del método utilizado por los golpistas para deshacerse en el mar de los cadáveres, a los que ataban un riel de ferrocarril para que se hundieran. Algunos de estos rieles se han extrado del mar, y en uno de ellos aparece un botón de nácar, lo cual tiende un puente con Jemmy Button y con la historia del país. El lúcido poeta Raúl Zurita redondea el asunto del documental con un provocador mensaje de proporciones sartreanas: “De todas maneras uno es responsable por todo, por las víctimas y por los victimarios. Cada ser humano, no uno en particular. Entonces, cuando suceden cosas tan horribles como las que suceden con tanta frecuencia en la historia, aunque uno no haya participado, no haya tenido nada que ver, también es responsable, como una familia con un hijo que cometa un crimen, es toda la familia la que se afecta. Entonces, esa parte de la historia asociada al agua, al hielo, a los volcanes, pero también está asociada a la muerte, a la matanza, al abuso, al genocidio. Si el agua tiene memoria, tendrá memoria de eso también.” Guzmán cierra con una especie de sinfonía del agua, tan bella como conmovedora.