Taxi Teherán: brillante ejercicio de «realismo sórdido»

Para el iraní Jafar Panahi el cine es mucho más que una chamba y más que un oficio: es un asunto de conciencia, de sobrevivencia espiritual y física. Dicho esto en sentido literal más que simbólico. Perseguido y encarcelado por el rígido régimen de su país, el cineasta ha perseverado en su afán de hacer de la pantalla un mosaico de reflexión individual y social. Sus cintas han alcanzado festivales internacionales que, al acogerlas, se han convertido en foros antropológicos y sociológicos –políticos–, desde que El globo blanco (Badkonake sefid, 1995) fue presentada en Cannes, donde obtuvo la Cámara de oro (premio que se entrega a la mejor ópera prima de todas sus secciones). La burocracia en Irán –casi una teocracia– se ha empeñado en obstaculizar su labor y en callar su voz: en 2010 lo encarceló (lo cual generó una fuerte reacción de sus colegas, en su país y en el extranjero, que fue fundamental para su liberación) y posteriormente le ha prohibido cruzar la frontera. Sin embargo Panahi viaja con su cine, como ha sucedido con su más reciente largometraje, Taxi Teherán (2015), que consiguió el reconocimiento de jurados y críticos en Berlín –obtuvo el Oso de oro y el premio FIPRESCI– y se ha distribuido en diferentes países.

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Taxi Teherán es una película en primera persona. El relato se estructura por medio de los trayectos que se recorren dentro de un automóvil, como tanto gustaba a su maestro y colega, Abbas Kiarostami (para muestra, su película Ten, de 2002). Panahi se pone al volante de un taxi –es otro taxi driver que nos acerca a otro infierno– y las escenas avanzan gracias a la interacción con los pasajeros. Así vemos y escuchamos, entre otros, a un hombre que se reconoce como ladrón, otro que ha sufrido un accidente vial, una maestra, un vendedor de películas pirata, dos mujeres maduras, una abogada, una niña. Juntos conforman una especie de mosaico social bastante elocuente.

Panahi coloca dos cámaras en el interior del taxi (una de las cuales él mismo mueve para ir del conductor al pasajero), a las que se suma el aparato de una niña, su sobrina, y un teléfono celular. El dispositivo permite hacer un registro solvente y ágil; de él surge un aura documental provechosa para imprimir verosimilitud a la propuesta. Los actores lejos de contribuir al disimulo, reconocen al conductor y le hablan por su nombre: aquí las cosas y las personas son lo que parecen.

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En los diálogos, que en mayor o menor medida giran alrededor de statu quo, se va perfilando un país que presenta aristas negativas. Fiel a su convicción, Panahi da voz e imagen a las mujeres y a los niños, los más vapuleados en Irán. Las primeras presentan un paisaje contrastante: mientras las mujeres mayores están instaladas en una anacrónica dinámica de superstición, las otras pasajeras alzan la voz –una de ellas, “la señora de las flores”, es la abogada que, podemos deducir, apoyó al cineasta en su proceso– y revelan la exacerbación que provoca su entorno. La esposa del hombre accidentado además muestra una actitud de desesperación ante el probable empeoramiento de su situación si su marido llega a morir. Los niños cobran protagonismo y son portadores de la inocencia que aún es posible pero también de la distancia que existe en las clases sociales; por su mirada y sus acciones se da cuenta del deterioro moral instalado en el país (que tiene un pico dramático cuando se nos revela que dos delincuentes son descubiertos por su víctima, y sin embargo ésta sigue conviviendo con ellos como si nada hubiera pasado porque los conoce, entiende su situación… y si los denuncia pueden ser condenados a muerte). Panahi va de la sonrisa bonachona a la angustia y la preocupación del que se sabe perseguido.

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Taxi Teherán es una valiosa reflexión sobre el cine. Particularmente en Irán. Para empezar, se deja ver cómo la ilegalidad es la única forma de acceso al cine del mundo, en especial al de Estados Unidos. Panahi además manda un mensaje a los jóvenes cineastas de su país, y los invita a buscar en su propia circunstancia la inspiración para sus obras. El iraní hace más de una denuncia, exhibe la censura en su país y va contra la prohibición de mostrar “lo real, real”, lo “oscuro y desagradable”, lo que es calificado por las autoridades como “realismo sórdido”. Panahi deja ver cómo se puede salir airoso de la precariedad, ilustra cómo los límites empujan la creatividad y deja constancia de que cuando el cine es una necesidad vital no hay obstáculo que lo detenga.

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