En Space Jam: una nueva era (Space Jam: A New Legacy, 2021) Warner Brothers echó la casa –toda la casa, como se verá– por la ventana. Y no cayó en blandito. Incluye en el paquete una cantidad impresionanate de referentes a producciones del estudio, y al final entrega una paradoja (¿esa será la nueva era que anuncia el título?), pues con tanto guiño cinematográfico la película tiene pie y medio en el videojuego.
Space Jam: una nueva era es el más reciente largometraje del afroamericano Malcolm D. Lee, quien se ha movido regularmente en los terrenos de la comedia, ya sea romántica o con dosis de acción: El padrino de la boda (Best Man, 1999) y Escuela nocturna (Night School, 2018) son algunos de los títulos que conforman su filmografía. En la secuela de Space Jam sigue las contrariedades del basquetbolista LeBron James, quien tiene un distanciamiento con su hijo menor: éste quiere ir a un campamento de videojuegos, mientras su padre pretende que lo haga en uno de basquetbol. Su confrontación llega a los estudios Warner, donde son “abducidos” por un algoritmo maquiavélico, personificado por Al G. Rhythm (Don Cheadle), quien los digitaliza y los inserta en el servidor. Posteriormente se enfrentarán en un juego de basquetbol: con el padre hacen equipo los Looney Tunes; con el hijo, un grupo de jugadores que han sido modificados y mejorados al estilo de los videojuegos.
Lee concibe una película estridente que saca buen provecho de la animación en 2D y en 3D y de la acción viva. Concibe un espectáculo luminoso y colorido con algunas dosis de humor que avanza con un ritmo que no da reposo: las escenas de acción se suceden de forma vertiginosa. De más está decir que como actor James es un gran basquetbolista (de lo que la cinta tiene a bien hacer mención y mofarse, justo es reconocer). A lo largo de toda la cinta aparecen músicas que contribuyen al ritmo y a las atmósferas. Los referentes se multiplican, y lo mismo vemos digresiones a Harry Potter que a Game of Thrones, a la Liga de la justicia que a Casablanca (1942). Gracias a esta estrategia aparecen algunas dosis de humor, como la presentación de Sam Bigotes, quien surge del Café de Rick en la célebre cinta de Michael Curtiz (luego de la no menos célebre frase de “Play it again, Sam”). Para el estudio la película es un vehículo promocional, de ahí que la publicidad sea abundante (incluido un spot de conocida marca de tenis y ropa deportivos).
Toda esta parafernalia ofrece momentos graciosos y pasajes entretenidos, pero a la larga tanta estridencia resulta aturdidora y cansona. Es demasiado: podía prescindirse, sin problemas de una media hora de película). A nadie extrañarán, así, las escasas dosis de sustancia: flaco favor le hace Lee a James y su familia al replicar el clásico conflicto del padre que se queda por debajo de las expectativas; en este caso, no es sensible a su hijo y trata de imponerle un destino. Lo hemos comentado en otras ocasiones: para el cine norteamericano la madre es (y es sensible y sabia; juez de conductas) y el padre se hace (la paternidad es del que la trabaja y se gana la aprobación… materna). Lee hace eco de estos rancios preceptos que son más bien prejuicios. Para acabarla, los guionistas son incapaces de trabajar esto en la trama, por lo que detienen toda la acción y ponen pausa al juego (total, es un videojuego) para que se resuelva el “conflicto” en una escena dialogada y terriblemente cursi.
Así las cosas, para los que tenían expectativas con esta cinta, la decepción es un corolario bastante probable. En comparación, el Space Jam original (Space Jam, el juego del siglo, 1996), el de hace 25 años, es una obra maestra.