Conforme avanzaba la proyección de Sin señas particulares (2020) se hacía evidente una apuesta estilística homogénea, un uso de recursos lucidor: con un uso sostenido y evocador del fuera de campo, con una profundidad de campo que quita nitidez al fondo sin borrarlo del todo, con planos cerrados, a menudo estáticos (y algunos seguimientos a personajes que rompen este hábito); con actuaciones contenidas y, como la luz y toda puesta en escena, de tintes naturalistas; y con un manejo del sonido atento a los susurros, la cinta avanza a un ritmo provechoso. Es claro el buen manejo del lenguaje, es plausible la creación de atmósferas opresivas; es perceptible un estilo trabajado, cierta estilización. Sin embargo, apenas me creía lo que veía y no experimenté mayores emociones.
Sin señas particulares es la ópera prima de la guanajuatense Fernanda Valadez, también coautora del guión. Acompaña a Magdalena (Mercedes Hernández), quien se da a la tarea de buscar a su hijo. Éste ha desaparecido en su afán por cruzar la frontera con Estados Unidos y ella viaja para seguir las huellas del recorrido que realizó. Por allá se cruza con una madre –otra– que ha perdido a su hijo y también con un joven que ha sido deportado.
Valadez entrega una cinta que se ocupa de un asunto de triste vigencia e indignante crecimiento, un asunto que ha sido ventilado con frecuencia por el cine documental: los desaparecidos y el sufrimiento de los familiares que buscan noticias de ellos. En la ruta de Magdalena constatamos cómo la delincuencia ha alcanzado límites inimaginables y cómo las autoridades están terriblemente rebasadas. La ruta de Mercedes alcanza para hacerse un mapa de esta situación. Pero si este paisaje es atendible, y si el estilo es lucidor, la apuesta narrativa no alcanza a darle verosimilitud ni fuerza. El relato, con tintes minimalistas y estructura clásica, avanza con una fluidez que resulta sospechosa: los obstáculos se solventan con celeridad; aparecen personajes que son meramente funcionales (como la madre con la que Magdalena se cruza en la frontera, que aporta poco a la historia y al drama), que tienen una misión dentro de lo que al final parece una demostración: para bien o para mal, para abonar a la posible solidaridad, por ejemplo. Los diálogos no suenan naturales, son más bien informativos y parecen diseñados para que el espectador se entere de tal o cual cosa (cabe suponer que se ha pensado en un público no mexicano). El dispositivo, así, pone en entredicho la verosimilitud y aporta poco al drama.
En resumidas cuentas, hay un contraste contraproducente entre la forma y el fondo, entre el estilo y el contenido. En su portentoso libro “El arte cinematográfico” –la Biblia del cine, cómo no–, David Bordwell y Kristin Thompson explican cómo, a diferencia de lo que se suele pensar, forma y contenido son indisociables. Una película no es como un vaso que contiene algo “que podrían contener con la misma facilidad una copa o un cubo”. En Sin señas particulares la forma –en la que cabe ubicar la huella del cine de Carlos Reygadas con todo y el chamuco de Post Tenebras Lux; del Takeshi Kitano de Fuegos de artificio– llama la atención y distrae del fondo. El estilo es ostensible y no parece coherente con el relato. De esta forma la forma reduce la crudeza de la realidad expuesta, y es poco probable que el espectador experimente un malestar mayúsculo ante lo que se ve y se escucha. Así pues, la cinta resulta más informativa que emotiva.
Sin Señas particulares obtuvo el premio del público en los festivales de Morelia y Sundance; en San Sebastián, el premio Horizontes.