Después de entregar buenas cuentas en el documental Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (2008), la capitalina Yulene Olaizola incursionó en la ficción. No obstante, en adelante su estilo no ha dejado de tener un pie en la no ficción, como es posible apreciar en Paraísos artificiales (2011), que transcurre en un paraje playero y Fogo (2012), cuya historia se ubica en una gélida isla. En Epitafio (2015) sigue a un conquistador en su ascensión al Popocatépetl –para trazar la ruta de lo que desde entonces se conoce como Paso de Cortés–. En todas hay un afán de instalar a los personajes en locaciones un tanto exóticas, en ambientes hostiles y en situaciones precarias. Algo similar sucede en Selva trágica (2020), su más reciente largometraje.
Escrita por Olaizola y Rubén Imaz (que entregó buenas cuentas como realizador en Familia tortuga), la acción de Selva trágica se ubica en la frontera entre México y Belice en el siglo XIX. Es una producción de Netflix, y de acuerdo con la sinopsis que propone el portal, la historia va como sigue: “Para escapar de un matrimonio arreglado, una mujer se interna en las profundidades de la jungla maya, donde la naturaleza indómita fusiona lo humano con lo sobrenatural.” En la ruta, valdría la pena añadir, es capturada por un grupo de hombres que extraen chicle de los árboles. La presencia de la cautiva despierta pasiones y genera conflictos.
Olaizola apuesta por imprimir algunas dosis de sensualidad a su cinta a partir de una cámara medianamente contemplativa y con buena profundidad de campo; de planos abiertos que dan cuenta de la magnanimidad de la selva, desde los cuales se registra su pulso; se diría que su respiración. La puesta en escena se construye con cimientos naturalistas; la luz matiza algunos pasajes, pero no cobra mayor protagonismo. Algo diferente sucede en la banda sonora, que es habitada por los sonidos de la selva, pero también por una música que, de acuerdo con lo que se puede leer en los subtítulos para sordos va del “suspenso” a la “tensión”.
La narrativa es de corte minimalista, pero conforme se apuesta por dar cuenta de los conflictos que surgen entre los trabajadores (y es perceptible el afán de contar una historia, y se incursiona en el cine convencional, aspecto que se hace más visible con la presencia del actor Gabino Rodríguez, quien aparece en numerosas películas recientes: es lo que otrora fueron los Bichir) se va diluyendo su encanto: busca sutileza, pero se queda en la llaneza. Olaizola evita la ruta de la épica (si tomamos como referencia dos entregas de Werner Herzog, así como en Epitafio toma distancia con Aguirre, la ira de Dios, acá lo hace de Fitzcarraldo) para esbozar trazos en la mítica. El relato es pautado por la voz en off de un campesino de origen maya, que nos comparte el mito de la mujer Xtabay (en la que se condensa el encanto y el peligro de la selva). La pasión que despierta la evadida-cautiva en los machos que habitan la cinta no termina de contagiarse al curso de ella; los pasajes de acción son registrados casi sin querer (no se hace apología de la violencia, pero tampoco es claro y menos verosímil el curso de ellos). La cinta, así, es más informativa que emotiva. Para acabarla, hay más de un tropezón en el montaje prohibido: al querer materializar los peligros de la selva se da presencia a la fauna –monos, un cocodrilo y un jaguar–, pero nunca aparecen los actores en los mismos planos que los animales, es decir realmente nunca hubo peligro. Al final la tensión y el suspenso se quedan primordialmente en los subtítulos; en la factura de Selva trágica se perciben intenciones que no cuajan, por lo que la cinta resulta más pretensiosa que ambiciosa.