Por Kitano Hernández
Roma es un espejo. Su transparencia la vuelve un producto cultural al que no se puede ser indiferente, y su neutralidad la vuelve una obra que obliga inconscientemente al consumidor a dejar salir los estándares sociales, ya normalizados, que éste porta. Podemos notar esto en la recepción de la película, pues ha logrado lo que socialmente una buena obra de arte logra: generar polémica.
El debate que gira a su alrededor, sobre su supuesto clasismo, me parece un fenómeno interesante, porque para mí, Roma no es una película clasista: en ningún momento se establece un juicio moral hacia la actividad de la nana, sirvienta o como se le quiera llamar, sin embargo la película sigue a un arquetipo real que ha sido históricamente y es actualmente oprimido y subyugado. Para muchos, el hecho de que la película tenga como protagonista a una mujer con un origen étnico indígena, que además trabaja siendo empleada doméstica, ya es un símbolo y una prueba de denuncia del clasismo o de su aprobación. Para que haya una prueba de tal cosa se necesitaría un pasaje claro en el que se estableciera la simple pero poderosa constatación dicotómica entre si es bueno o es malo, y a mi parecer Roma no tiene dicho pasaje. Yo vi una narración muy respetuosa, que muestra la dignidad de una mujer. Me parece que el espectador –sobre todo el espectador mexicano– empieza a impregnar parte de su inconsciente colectivo en la interpretación de la obra: vemos la película clasista no porque lo sea, sino porque nosotros somos clasistas, y la película nos obliga a reconocer el clasismo terriblemente normalizado en nuestra vida cotidiana. Me parece que todo esto es una respuesta social al planteamiento particular de la película.
Y es que para mí, el gran asunto de Roma es mostrar la habilidad y la posibilidad que tenemos los seres humanos para formar conexiones empáticas, más allá de convenciones sociales como la clase social o el carácter étnico. Comprender al otro en su angustia, en su frustración, en su tristeza, y tener la capacidad de ser bondadosos, de apoyar y, sobre todo, de amar, es lo que nos hace personas. Un claro ejemplo de esto es la secuencia de la revelación del embarazo de Cleo (Yalitza Aparicio) a la Sra. Sofía (Marina de Tavira), donde hay un trabajo técnico absolutamente congruente y maravilloso: Cuarón muestra de una forma espectacular, al mismo tiempo, la gran angustia que siente Cleo, los problemas de comunicación que tiene la Sra. Sofía con sus hijos, y la pesadumbre y desesperanza que siente ella hacia su vida marital. Cuarón busca enaltecer la comprensión y el acercamiento humano de los personajes, por esto no se registra el diálogo de manera convencional en un plano/contra plano, sino que se engloba toda la secuencia dentro del mismo cuadro: un cuadro lo suficientemente abierto para que aparezcan todos los personajes y lo suficientemente cerrado para tener un ambiente íntimo. Asimismo, el ritmo de la escena –y de la película en general–, además de obedecer a cuestiones de orden realista, favorece de forma orgánica la aprehensión emocional del espectador, y es que más que decir que la película tiene un ritmo lento diría que tiene un ritmo paulatinamente humano.
En efecto, es gracias al extraordinario carácter ordinario de Roma, a su estilo realista, a su ambiente ordinario y fundamentalmente a su humana honestidad, que ni siquiera el ejercicio de identificación con el personaje es necesario: lo contado es lo que como personas y sobre todo como mexicanos vivimos todos los días. La vida mexicana está impregnada en la puesta en escena, el trabajo visual y en el sonido. Me queda claro, por estar en circunstancias parecidas, que Roma es una película hecha por un mexicano que no vive en México (el blanco y negro procesado digital es un símbolo de nostalgia). La misma producción visceral de Roma tiene una correlación directa con la respuesta emocional del espectador, una respuesta que conecta con la emocionalidad cotidiana del mexicano.
Personalmente, no puedo evitar sentirme, de manera incluso cándida, muy conmovido en la última escena de la película, que a mis ojos fue un momento profundamente digno; pero a la vez emocionalmente contrastado por el comentario final –que podría tener una lectura crítica– porque el momento en el que todo está bien, frente al televisor, riendo, después de que los vínculos emocionales quedan expuestos, es también el momento en el que la niña le pide un licuado de plátano a Cleo. Creo firmemente que esa mezcla emocional contrastada está en la esencia de México, porque no conozco otro país en el mundo en el que la vida y la muerte, la belleza y la fealdad, la alegría y la tristeza, la estupidez y la sabiduría, la dignidad y la vileza convivan tanto en un mismo día.
Cuando vi Roma me sentí en mi país, en mi ciudad… en casa. Me sumergí en un mar de recuerdos que, aunque no fueran siempre los míos, por su sinceridad en ese momento lo fueron. Fue una experiencia de reconexión con mi México, y aunque hayan pasado ya casi 50 años de lo que en la película se cuenta, me veo reflejado de manera latente con cada aspecto de ella. Alfonso Cuarón es un director humano, es un artista sincero y es un mexicano.
Kitano Hernández es músico