CINESCOPÍA/José Javier Coz
Ópera prima del director Fernando Franco García, coescrita con Enric Rufas i Bou, La herida (2013) hace un corte de unos días en la vida cotidiana de Ana (Marián Álvarez). Abre con ella entrando a un hospital para ir al baño a esconderse y pasar sola una crisis de ansiedad. Recorrió pasillos llenos de gente y vive este episodio sin ningún testigo. No se lo cuenta a nadie.

Ana es trabajadora social en urgencias y traslados de enfermos terminales y paralíticos que reciben terapia al aire libre. Es joven, está en sus veintes, aunque parece que ha vivido demasiado. No usa maquillaje, tinte de pelo ni accesorios como bisutería o una diadema. Tiene sus uñas cortas. Sus facciones son hermosas, europea con mezcla árabe, especialmente en los ojos que los veremos durante la mayor parte de la película.

Se lleva bien con su compañero que maneja la ambulancia, Jaime (Manolo Solo), y le cede el volante porque ella quiere hacerse de un coche. Vive con su madre (Rosana Pastor), que está preocupada, siempre está pendiente de ella, pero sus acercamientos a su hija pecan de cautelosos y de un tacto ineficaz. Cuando llega del trabajo se acerca a la puerta cerrada de Ana para saludarla y preguntarle si ya cenó. Ella le contesta con monosílabos o un “vale” y nunca le abre la puerta. Ana la rechaza en silencio. Hay un pasado que desconocemos y que está condicionando esta relación.
En las mañanas toma un baño. Se aplica limón en unas heridas o rasguños en los antebrazos y en los muslos e ingles.

Desde el principio no sabemos nada de su pasado. Poco de los diálogos y escasas escenas nos ofrecen algunas pistas: vemos que toma un medicamento por las noches, al parecer un somnífero; eventualmente consume cocaína y alcohol para desinhibirse e intentar tener sexo con algún desconocido en un antro y que siempre termina sin consumarse; intenta compulsivamente comunicarse con su novio Alex al que sólo le deja largos mensajes de ruego que terminan en insultos seguidos de disculpas; de vez en cuando roba sin necesidad de manera impulsiva. Ana se ha vuelto demasiado suspicaz y predispuesta al rechazo, y procura protegerse bien de ese rechazo. Asistimos a un cambio radical cuando interactúa con alegría y desenvoltura profesional con sus pacientes. Es completamente otra persona. Ríe, sonríe y bromea. Incluso su salud que aparenta rebosante contrasta con la condición de sus pacientes. Está en su elemento. No sabemos si los hándicaps la hacen sentirse en terreno seguro, digamos que con cierta ventaja. Sus problemas no interfieren en el desempeño. Es la única parte del día en que se le ve socialmente funcional. Domina su trabajo y parece sentarle bien. La película nos narra breves momentos con algunos de sus pacientes. Con Martín, un señor con principios de Alzheimer, y una chica con un grado bajo de parálisis cerebral que sólo se refleja al hablar y un chico con uno muy grave, de motricidad muy acotada que le dificulta indicar en un tablero de letras lo que quiere decir.

Tiene dos confidentes, Jaime y un desconocido “ciberamigo” con el que se escribe a diario a través de una red social y cuyo perfil no tiene fotografía y se autodenomina Absurd_Man_75. A Jaime lo tiene al tanto únicamente del novio. Y a Absurd_Man_75 le cuenta escuetamente sobre sus sentimientos y problemas. Le expone sus ganas de ya no vivir, pero que le tiene miedo a la muerte. Más allá de esto, Ana se esmera en ocultar sus problemas. Tal vez la incomprensión, lo intransferible que puede resultar lo que le sucede internamente, la han orillado a optar por no hablar de ello o mentir. Las conversaciones con su ciberamigo la hacen más consciente de su soledad, la agudizan, nos revelan la brecha aún mayor que se abre entre dos personas sin interacción presencial. Ésta limitaría el repertorio de máscaras y haría más difícil el maquillaje de los sentimientos.

Su padre (Ramón Agirre) está por casarse de nuevo en un puente. Con miedo, ella decide asistir. Antes de la boda llama a dos amigas del bachillerato o de la facultad. La primera nunca contesta las llamadas de Ana ni los mensajes. Con Sandra apenas logra un encuentro en un café. Conversan. Ana le dice que su novio no pudo venir a la boda que es al día siguiente y le pide acompañarla. Sandra dice que ya tiene un compromiso. Segura de que miente, se levanta con rabia de la mesa y se va. En la boda vemos con más continuidad y evidencia su dificultad para relacionarse. Sumida en pensamientos, la mirada no se dirige hacia los demás, señal de que no se siente vigilada, al menos en el momento de estar rodeada de gente conocida o ajena. No sabemos cómo interioriza a los demás. Qué tanto corresponde a la realidad, qué tanto proyecta en ellos. Pasa de estar tensa a alterarse. Pero el momento más cerca de una franca alienación es cuando llega a la fiesta. La cámara hace un primer plano largo de su rostro sin soltarlo y de mirada confusa y angustiante. Es lo único que vemos, mientras escuchamos el rumor de los invitados y algunos que la saludan, algo que vivencia menos en un aquí y ahora que en su fuero interno.

De regreso a Madrid se incorpora a la rutina. La madre salió de puente con su pareja, pero inesperadamente regresa antes de tiempo y sorprende –junto con nosotros– a Ana en el baño infligiéndose heridas con una navaja de afeitar. La madre cierra la puerta sin decir nada. El regreso prematuro de la madre se debe a que terminó con su pareja. Ana duerme con ella en una de las pocas muestras de cariño.
Intenta sin éxito conectarse con su ciberamigo. Le escribe algo revelador (y terrible para mí): “estoy mucho mejor, cuando me encuentro así se me hace muy raro, como si no fuera yo”. Después entra a un foro para ansiedad y fobias. Expone algo de lo que siente.
Ana visita a Martín ya postrado, con la mirada perdida y sin reconocer absolutamente nada. Le habla, lo acompaña un momento y en otro gesto inusual, casi milagroso, Ana le besa la mano.

Jaime la invita a su cumpleaños. Ana llega y en un principio la vemos integrada. Canta con Jaime acompañados de karaoke. En el baño se echa unas líneas de cocaína. Sale y un tipo intenta sacarle conversación. Ella sonríe y bromea con no hablar. Él le dice la mudita. Todo sigue bien hasta que a él se le ocurre contarle que Jaime le dijo que nunca había ligado con ella. Eso la destantea de inmediato y sale corriendo de la fiesta.

Al día siguiente recoge de la agencia su coche nuevo. Se dirige al bar donde trabaja Alex, su exnovio. Éste la recibe con recelo y silencio. Ella finge calma y le pide una cerveza. Le cuenta que acaba de comprar un coche nuevo. Lo invita a dar un paseo. Alex se niega. Ella se retira como todas las veces, irritada y con rencor. Se dirige a la cercana y nevada Sierra de Guadarrama. Empieza gradualmente a llorar hasta que un llanto desconsolado la obliga a orillarse en la carretera.

La herida es un filme que en lo formal se puede situar dentro de la corriente de los hermanos belgas Dardenne y más aún del rumano Cristian Mungiu o del argentino Pablo Giorgelli, especialmente en lo que al manejo de la cámara en mano se refiere y un protagonista al que casi nunca dejan salir de cuadro. En exteriores, cuando Ana camina las calles, nos recuerda a la cámara de Abdellatif Kechiche que sigue a su protagonista de frente en La vida de Adele (La Vie d’Adèle), del mismo año. En La herida no hay un solo contraplano. Cuando están dos personajes conversando, o bien la cámara los enmarca en el mismo plano o un paneo oscila entre uno y otro interlocutor. El director Franco casi no suelta a Ana del objetivo. Incluso cuando el plano enmarca lo que ella está viendo, la cámara la encuadra de espaldas. Casi todos los planos se alternan entre el medio, el medio corto y primer plano, predominando este último. Con estos acercamientos, Franco descarta que puedan usarse para hacer un cine intimista. Como en Persona (1964) de Ingmar Bergman, el silencio de Ana establece una frontera insalvable. Cuanta más cercanía, mayor lejanía. Cuanto más habla, menos cerca nos sentimos de comprenderla. La expresión de los sentimientos de Ana en sus arranques de zozobra e ira son insuficientes para entenderlos porque, salvo en algunas confidencias con Absurd_Man_75, nunca les pone palabras. Pero esta película se acerca aún más a la radical Keane (2004) de Lodge Kerrigan, donde a mayor acercamiento al rostro más se nos revela la impenetrabilidad de su conciencia. Poco e improbable es lo que podemos deducir de la mirada de Keane. En los momentos más difíciles de Ana, lo que menos obtenemos es “qué es exactamente lo que la irrita y la hace llorar”. Podemos hacer deducciones, pero la frustración y el enojo no se desprenden de una situación inmediatamente anterior sino de su desbordada repetición que, como bola de nieve cuesta abajo, ha ido adquiriendo proporciones insostenibles.
Las lesiones autoinfligidas funcionan como dos mecanismos: el de castigo y el de detener el síntoma de desrealización. En el caso de Ana, ambas aplican. Es insuficiente el aterrizaje a la realidad que le ofrece la jornada laboral.
¿Por qué Ana es rechazada? Sabemos que los que la conocen le tienen miedo, pero un corte en el presente es, digamos, el equivalente a una primera sesión terapéutica: no podemos verter un historial en una primera consulta, tal vez ni en toda una vida, además de tener que pagar sesiones semanales. Ana sufre y parece paliar mejor el sufrimiento de otros que alguien que no sufre. En el dolor está su saber. Es terapeuta, pero no puede erigirse como terapeuta de sí misma y tampoco dejar de sufrir. Ella lleva el dolor, uno cuyo origen no sabemos ni cuánto se ha elaborado hacia algo ininteligible a cualquier psicología.

Fernando Franco García ganó el Premio Goya en la categoría de mejor director novel. Marián Álvarez recibió la Concha de plata en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, el Premio Goya, el Premio Feroz y el Premio Forqué por mejor actriz. Finalmente, La herida fue elegida mejor película por la revista Fotogramas.