En su más reciente entrega, Ojos grandes (Big Eyes, 2014), Tim Burton se aleja del registro fantástico, que tanto le gusta y tan bien ejecuta, y recoge una historia inspirada en un caso real (aunque no hay una apuesta realista: no falta su habitual toque de extrañamiento). Están presentes los temas que no ha dejado de frecuentar y su sello visual. Es justo anticipar que el resultado es positivo; para ponerlo en términos pictóricos, que aquí son adecuados, es un buen Burton.
Ojos grandes recoge la historia de Margaret (Amy Adams), una joven ama de casa que un buen día abandona a su esposo y huye con su hija. Ambas se instalan en San Francisco, donde ella ofrece sus servicios como dibujante. Por allá conoce a Walter Keane (Christoph Waltz), un colega de labia seductora. Pronto comienzan una relación sentimental y se casan. Ella pinta regularmente y sus obras comienzan a tener éxito. Pero hay un “detallito”: como comparten el apellido, el que aparece como autor, ante los medios y el público, es él. Éste no tiene empacho en apropiarse del trabajo de su mujer y pavonearse como el creador que no es. No obstante, ella no deja de producir imágenes de niños con grandes ojos, que reflejan su tristeza… y son un éxito comercial.
Burton vuelve con una exquisitez palpable a la imaginería de los años cincuenta y sesenta (similar a la que presentó en El joven manos de tijera). Propone un colorido espectacular, presente particularmente en la luz (el desempeño del cinefotógrafo francés Bruno Delbonnel es notable) que contribuye a la reconstrucción verosímil de la época así como a matizar el caudal emocional de sus personajes principales (y hasta su moral, como ilustra la escena en un bar, en la que él recibe una diabólica luz roja, y ella una clara luz blanca).
El director norteamericano da similar protagonismo a Walter y Margaret, y sus conflictos alcanzan similar estatura. Hasta cierto punto se reproduce el esquema que Milos Forman esbozó en Amadeus (1984): el contraste entre el artista mediocre que tiene un conocimiento racional –y entiende las implicaciones de lo que supone la labor artística– y el que crea espontáneamente, sin mayores ambiciones y va acumulando una obra con cierta ingenuidad. En Ojos grandes, Walter es un buen vendedor (para empezar se vende como pareja) y aspira a grandes cosas, pero su talento es limitado. Ella ha sabido encontrar un medio para expresarse, y aunque su abanico pictórico no es muy amplio, es fiel a sí misma.
Burton da cuenta una vez más de la pérdida de la inocencia y sigue las repercusiones del mal. Si grandilocuencia, por supuesto: en los términos en que habitualmente presenta estos asuntos, sin ánimo moralizante ni afanes maniqueos. Evita por igual la descalificación fácil y el halago complaciente. Reflexiona sobre las contrastantes consecuencias del robo y la mentira: mientras Walter inflama su ego y cada vez se siente más cómodo con el papel que escenifica, Margaret es despojada de parte de ella misma y se distancia de la que, según podemos ver, es su fuente de inspiración: su hija. En la ruta hay dosis de humor y una ligereza que se agradecen. En conclusión, y como ya lo anticipábamos: Ojos grandes es un buen Burton.
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