Odisea sobre la tierra: Las uvas de la ira (1940)

CINESCOPÍA/José Javier Coz

En 1939 se estrenó la épica producción Lo que el viento se llevó (Gone With The Wind, 1939) dirigida por Victor Fleming y basada en la novela homónima situada en la Guerra de Secesión. Al año siguiente, John Ford lleva a la pantalla otro portento: Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath), basada en la novela homónima del futuro Nobel de Literatura John Steinbeck, ambientada en los años de la Gran Depresión. Dos grandes películas, dos períodos decisivos para la historia de los Estados Unidos y ambas de excelente hechura por donde se les vea o se les quiera buscar hilachas. Las uvas de la ira es considerada, si no la mejor, una de las mejores novelas norteamericanas del siglo XX y por la cual se le concedió a Steinbeck el Premio Nobel de Literatura en 1962 y no por el cuerpo general de su obra; así lo dictaminó el jurado.

John Ford dirigió muchos memorables westerns de gran alcance. Baste citar Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1944) que se cuece aparte dentro del género y goza de un amplio elenco de actores totalmente solventes en el plató.

Como todos los directores que iniciaron su carrera con películas mudas, John Ford tenía la destreza de narrar con la menor cantidad de diálogos. Sólo las imágenes en la película dejan claro el drama del desalojo del lugar de vida y trabajo de una familia campesina, la larga e incierta migración a otro estado y la llegada a la tan anhelada tierra prometida de California que resultó algo opuesto pero no contrario a “Nos han dado la tierra” de Juan Rulfo.

Latifundios con dueños invisibles que tienen dudosos contratistas que dan la cara y cuya ganancia es mayor a medida que la demanda de trabajo aumente y la paga al jornalero sea menor, es decir, un excedente de mano de obra barata que garantiza la baja de salarios y el incremento en la utilidad. Esto empieza a suceder a medida que van llegando más migrantes del centro y este de la Unión Americana. Estos latifundios están cercados, inmunes a la ley y cuentan con sus propias autodefensas. Afuera, un superávit de familias de jornaleros recién llegados y esperando entrar se abarrota formando una especie de campo de refugiados. Otro tanto de expulsados por inconformes también se asienta en los alrededores y a la vera de los caminos. Están en paro, a la espera de alguna noticia sobre otra oferta laboral cercana. Al igual que los contratos, los sueldos se acuerdan verbalmente y oscilan día a día sin tomar en cuenta las bocas que hay que alimentar en las familias. Extensos viñedos, naranjales, huertos de duraznos, cuya producción aumenta y los costos disminuyen conforme se diseminan por toda la Unión Americana unos volantes con falsas promesas.

Las uvas de la ira se ambienta en un contexto de oportunidad que le llegó a los latifundistas de California de disponer de fuerza laboral barata durante el desplazamiento de campesinos venidos del Midwest cuando se empezó a introducir la gran maquinaria agrícola en los estados graneros que iniciarían los monocultivos a gran escala, en especial el de maíz. Sin embargo, tratándose de una familia de ocho miembros, John Ford echa mano de muchos diálogos de la novela para el detallado de la historia de cada uno, con lo que logra un acercamiento centrado en el drama individual y no sólo en la problemática social. Pone en boca de los personajes reflexiones sin gran elaboración, pero puntuales y atinadas sobre la incertidumbre de no tener un trabajo para comer, un techo para dormir, un terruño donde morir, ninguna protección frente a los abusos a los jornaleros ni –esto es muy importante– frente a la intermediación en las operaciones de despojo, expulsión y desplazamiento.

De regreso a Oklahoma vemos una escena clave muy ilustrativa y vigente hoy en día. La familia jornalera no es dueña de la tierra donde trabajaba. Llega un tractor y los campesinos se aprestan a defenderse con armas. El conductor se detiene y les dice que él está haciendo su trabajo, sólo acata órdenes, tiene una familia que alimentar, que si le disparan irán a la horca y que si quieren reclamar que lo hagan con el jefe que, desde luego, se trata de una autoridad que seguramente también recibe órdenes de otra más arriba y así sucesivamente hasta arribar a una abstracta economía financiera. Es una situación que parece no responder más que al engranaje de un sistema autorregulado, que camina solo, es inasible y no existe forma de revertirlo.

El sello de Ford se asienta desde el mismísimo inicio. La película arranca con un plano abierto y amplio de un vasto campo atravesado por un camino en dirección hacia nosotros y que se abre paso entre extensas parcelas en una planicie sin la menor traza de relieves. Este plano cobra mayor magnanimidad con el horizonte que corta de tajo el encuadre. Hay una luz matinal que lo baña todo, incluyendo la refulgente niebla que empieza a disiparse. Al fondo vemos a Tom Joad (Henry Fonda) caminando hacia la cámara. Es nuestro protagonista, y su rostro lo veremos en un rato tan cerca que eclipsa completamente el paisaje. En todo este planosecuencia la cámara está emplazada en el lugar en que está sentado Jim Casey (John Carradine), un predicador evangelista itinerante, como si estuviera ubicado en la butaca al lado nuestro.

Pero el sello más fordiano lo constituyen los cielos medio abiertos medio cerrados, según como los perciba el espectador. Vemos el sol detrás de una veladura de nubes que corren deprisa. Es el tiempo que apremia, el anuncio de una tormenta, como señal de una esperanza. Seis años después perfeccionaría este plano, esta vez con la luna, en Pasión de los fuertes, cinta que merece otro apartado.


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