En todas las películas que veo, incluso si muy temprano pintan mal y todo me hace suponer que no van a mejorar, permanezco frente a la pantalla hasta el desfile de los créditos finales. (Con excepción de El reino de Peter Berg, una insultante fantasía mal disfrazada de relato realista.) Por disciplina, por respeto al trabajo de los otros, por hábito. Así sucedió también con Amy (2015), el documental sobre la cantante y compositora Amy Winehouse, si bien conforme avanzaba me generaba una creciente irritación. Asimismo veía que me sería casi imposible hacer un acercamiento objetivo (suponiendo que tal cosa fuera posible). Por eso en los párrafos por venir es inevitable, me temo, que las impresiones cobren tanta fuerza como las razones.
Amy es el más reciente largometraje del británico Asif Kapadia, quien entregó buenas cuentas en Senna (2010), documental que seguía las huellas del gran piloto brasileño. Ahora transita de nuevo por la no ficción biográfica y acompaña a Winehouse a lo largo de su carrera artística, con algunos pasajes previos de su niñez y su adolescencia. Da cuenta del ascenso, de su contrato con una disquera, de sus presentaciones, pero sobre todo de sus relaciones amorosas y su debacle a partir del inicio del consumo habitual de diferentes drogas.
Apenas inicia Amy y descubrimos a Amy en un cumpleaños frente a una cámara casera, en un video pertinente para hacer presentes atisbos de su calidad como cantante. En adelante se multiplican estos videos caseros, en trayectos en automóvil y en diversas situaciones. A medida que los minutos pasan, uno llega a un par de certezas: la Winehouse era una cantante excepcional –en la vena de Nina Simone o Ella Fitzgerald: canta como negra– y en pantalla es un personaje sumamente antipático. Queda claro que es una chica de su tiempo –de este tiempo–, en el que el registro de la banalidad parece una imperiosa necesidad. Y dudo mucho que alguien siga resultando fresco y simpático después de pasar horas frente a una cámara (al menos no Amy): la espontaneidad desaparece y se instala cierta falsedad y, de alguna manera, el que está frente a la lente se convierte en un personaje ¿de ficción? Mejores cuentas arroja la cinta en lo relativo al seguimiento y la presentación de las canciones, cuyas letras a menudo aparecen en pantalla, gracias a lo cual cobran fuerza, se diría que como poesía. Si bien, por el contrario, el anotar en pantalla cada lugar por el que se transita, quién es cada quién y a quién pertenece cada voz que se escucha –lo cual es una constante– distrae del hiperdialogado relato más de lo que informa.
Kapadia acompaña a una chica depresiva y vulnerable, talentosa pero con baja autoestima, que termina por perder el control de su existencia. Muestra cómo se involucra en relaciones enfermizas: ella lo llama amor, pero lo que salta a la vista es pura patología (¿o es lo mismo?). Como en el documental Cobain: Montage of Heck (2015) de Brett Morgen, que vimos hace algunos meses, es patente cómo las canciones, tanto las de Kurt Cobain como las de Amy Winehouse, son producto del sufrimiento… para beneplácito de los consumidores de música, que, felices como focas frente al pescado, aplauden rabiosos. (Decía Juan José Arreola que el poeta vive breves primaveras y largos inviernos: he aquí un par de constataciones musicales.) En la ruta descubrimos a una serie de personajes de cuestionable moralidad que invariablemente sacan provecho de la cantante: su padre, sus novios, algunos “amigos”. Una actitud de la que, por lo demás, hace eco Kapadia, quien no tiene empacho en lucrar ahora, Amy mediante, de las miserias de la cantante. En la ruta, por si fuera poco, utiliza videos que se realizaron sin la aprobación de Amy: cuando veía el asedio de los paparazzi y el fastidio de la cantante no podía sino pensar que el registro que veía, algunas imágenes del documental, también forman parte de ese asedio insidioso, que es una especie de ultraje, pues lo que vemos no cuenta con el consentimiento del sujeto frente a la cámara, sino que se trata de un asalto a su intimidad. Al final Amy es víctima de Amy: porque es la primera en dañarse, porque si vivía frente a la cámara luego va muriendo frente a ella, como dejan ver esos videos y esas fotografías, morbosos, por supuesto, en los que su mirada se pierde en el infinito mientras su cuerpo da cuenta de su deterioro. La fama y las drogas contribuyeron a exacerbar su depresión, que, como afirma el filósofo Han Byung-Chul, es “una enfermedad narcisista”: el “sujeto depresivo del rendimiento se hunde y se ahoga a sí mismo”.
Se ha afirmado o sugerido muchas veces que el espectador de cine es un voyeur. Yo estoy consciente de mi voyeurismo, diría que estoy orgulloso. Pero creo que se trata de un rasgo –una conducta– voluntario. Sin embargo Kapadia alimenta una película que se aprovecha de mi yo-voyeur contra mi voluntad, por medio de una entrega que se sustenta en el morbo; y éste puede ser deseable o disfrutable, pero con el consentimiento del espectador. De otra forma es un abuso de confianza. Así, a medida que avanzaba la cinta crecía en mí el desagrado por estar enterándome de chismes por los que en realidad no tengo ningún interés, de asistir a la degradación de una persona por la que dejaba de sentir admiración y comenzaba a sentir lástima. Que conste, para mí el cine no es sólo un espectáculo para el disfrute; tampoco es un espacio para el masoquismo per se: sé que hay películas que duelen –que deben doler–, que no han sido concebidas para que uno coma palomitas y salga con una sonrisa en la boca. Pero sí demando que una película que me exponga al sufrimiento haga una reflexión rigurosa –o al menos lo intente– sobre lo que podríamos llamar el alma humana. Y Amy no es el caso. Porque Kapadia no saca mayores conclusiones de lo que exhibe. Porque apenas se asoma a la complejidad del personaje que explota. Porque es tibio con los vivos (y poco crítico con él mismo): habría sido sensacional que cuestionara a los directamente involucrados en la debacle de Amy, como su padre y su esposo (y que se cuestionara a sí mismo sobre la ética involucrada en sus decisiones), que reflexionara sobre la masa, ¿corresponsable del sufrimiento de la cantante?, que pasa del aplauso al insulto en segundos (es terrible el pasaje de un concierto en Belgrado, en el que Amy nomás no canta y se escuchan gritos que le exigen: “canta”, “devuélvanme mi dinero”: ¿el pago de un boleto da derecho al abuso, al bullying?), que el cineasta exhibiera la mezquindad de los presentadores de televisión, que un día la halagan y al otro hacen chistes sobre ella y se burlan sin misericordia de sus adicciones, de su bulimia. Pareciera que en la sociedad del espectáculo no hay respeto ni por los protagonistas del espectáculo: mientras haya con qué entretenerse, poco importa si hoy es una gran cantante y mañana un objeto de burla, un ser humano que no tiene derecho ni a su intimidad: ¿el espectáculo procura seres miserables para que otros seres miserables olviden que lo son?
En conclusión: no entiendo este afán morboso, esta especie de encarnizamiento ¡con los muertos! Porque además, según puede verse en el mismo documental, tampoco es que se hagan revelaciones novedosas que iluminen a la sufriente Amy (según puede inferirse, insisto, todo esto se ventiló en su momento). Me temo que éste no será el último documental sobre Amy Winehouse. Vendrán otros que querrán lucrar con la artista. Y yo digo no, no, no.
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