Con la franquicia Misión: imposible no hay nada inesperado; uno ya sabe qué esperar: por un motivo cualquiera (que al final resulta ser un tanto irrelevante; es casi como un McGuffin, término que utilizaba Hitchcock para referirse a algo que detona la acción pero al final no tiene valor en sí mismo) el mundo corre un peligro terrible. Dada la naturaleza de la amenaza, es necesaria la participación de agentes cuya nómia corre por cuenta de algún gobierno pero que están fuera de la ley (sí, como sucede con Bond, James Bond, que es una especie de primo de Misión: imposible). Los involucrados no pueden confiar en nadie, sin embargo el asunto de la confianza puede ser el asunto de la película. Todo esto sirve de pretexto para provocar una serie de escenas de acción: corretizas, enfrentamientos y peleas por diferentes coordenadas planetarias se prodigan para ir solventando los numerosos obstáculos que surgen para encarar y vencer a los villanos, y así evitar el mal global. Misión: imposible – Sentencia mortal parte 1 (Mission: Impossible – Dead Reckoning Part One, 2023), la más reciente entrega de esta marca, no es la excepción.
Dirigida y escrita por Christopher McQuarrie (quien fuera guionista de Sospechosos comunes de Bryan Singer y se ha hecho cargo de la realización de los últimos tres rollos de las imposibles misiones, contando éste, el más reciente), Misión: imposible – Sentencia mortal parte 1 es el séptimo rollo de la franquicia y da cuenta de las acciones de Ethan Hunt (Tom Cruise) por el desierto de Yemen, así como por Roma y Venecia. Va tras la huella de una amenaza virtual, un producto de la inteligencia artificial que amenaza con entregar el poder al más malo que encuentre. Para controlarlo, es preciso tener una singular llave que se conforma de dos partes. El cambio de manos de ellas, así como evitar que caiga en malas manos, es la misión (im)posible a la que se aboca Hunt.
McQuarrie, quien es algo así como el guionista favorito de Cruise (entre otras, participó en la escritura de Top Gun: Maverick y Al filo del mañana; asimismo, en las dos entregas previas de Misión: imposible), enfoca toda su energía como realizador en la concepción de escenas de acción espectaculares por cielo, mar y tierra. Las persecuciones y las peleas se prodigan con una solvente puesta en cámara que por lo general da claridad a las situaciones que registra y es pertinente para proveer algunas dosis de emoción. En la ruta no duda en la emulación (¿el homenaje?, ¿el plagio?) a Christopher Nolan, en particular a algunas escenas de El inicio (Inception, 2010), como aquella en la que la gravedad pone en jaque a los protagonistas. Y si la amenaza mayor en la película es un ente digital, en la acción el cineasta vuelve a la “vieja escuela” y ofrece adrenalina “analógica” a montones, con sujetos correteándose encima de un tren o dándose puñetazos y puñaladas. En este rubro, la secuencia final, que tiene lugar en el mítico Orient Express y la persecución por calles de Roma, son bastante plausibles.
McQuarrie lleva el nivel de la acción un poco más lejos que las entregas previas: como sucede con las franquicias, cada secuela va aumentando la duración y la adrenalina en las secuencias de acción (y al final esta cinta dura alrededor de tres horas: y sólo es la primera parte). El resultado en este aspecto no llega a ser genial, pero es valioso. La queja estaría en el departamento de la sustancia, que luce precario. Fuera del consabido asunto de la confianza y el peso de las decisiones, de la responsabilidad de poner en riesgo a las personas queridas o amadas, y de las alarmas por la rebeldía de la inteligencia artificial (que se explora superficialmente), hay poco que inventariar. Eso sí, McQuarrie no pierde la ocasión de sumarse a la “onda” gringa de sembrar la destrucción por los parajes europeos en los que las cintas de ese origen ubican la acción: aquí se esmera en dejar un reguero de escombros por Roma, en particular en la Plaza de España, y provocar daños cuantiosos al Orient Express.