En Tres anuncios por un crimen (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017) el inglés Martin McDonagh ubica la acción en un pequeño poblado norteamericano y descubre la intimidad de sus singulares pobladores a partir de un caso de nota roja: el asesinato de la hija de la protagonista. En Los espíritus de la isla (The Banshees of Inisherin, 2022), su cuarto y más reciente largometraje, nos lleva a un poblado aún más pequeño, conformado por un caserío disperso en la isla irlandesa que aparece en el título original pero no en los mapas (es un nombre ficticio); el afán iluminador subsiste y crece: como en su película anterior es valiosa la agudeza del acercamiento, la capacidad de observación y el afán crítico. Un coctel nada despreciable, dicho sea de paso.
La acción de Los espíritus de la isla inicia en abril de1923 y da cuenta de las desventuras de Pádraic (Colin Farrell), un hombre maduro que un mal día descubre con incertidumbre que su mejor (único) amigo, Colm (Brendan Gleeson), lo ignora tenazmente. Éste no sólo se niega a acompañarlo al pub como todos los días, sino que deja de hablarle. Conforme avanzan los días Pádraic consigue averiguar por qué: más allá de alguna disputa, Colm no quiere tener ningún trato con él porque “es aburrido”, y su compañía lo aleja de los elevados propósitos que tiene para ocupar su vejez: la escritura y ejecución de música. Lanza además una amenaza: si Pádraic insiste en hablar con él, comenzará a cortarse los dedos de las manos.
McDonagh apuesta, desde el inicio, por una puesta en cámara “de gran aliento”: graba en un formato de pantalla ancho (2.39:1), propone a menudo planos abiertos (son abundantes los grandes planos generales o extreme long shots) y lleva a cabo un registro con buena profundidad de campo. El resultado: tienen constante presencia y adquieren relevancia los bucólicos paisajes de la isla, la cual ofrece amplias extensiones verdes y distantes construcciones de piedra. La puesta en escena es de corte naturalista, por lo que los escenarios lucen austeros. La luz aporta matices contrastantes: de la calidez en algunos espacios (las casas de Pádraic y Colm) a la frialdad del pub o la tienda del pueblo. El montaje imprime un ritmo apacible e invita por momentos a la contemplación. Completan el mapa estilístico las músicas de Carter Burwell, colaborador constante de McDonagh –y los Coen– que además de imprimir aires medianamente folklóricos también contribuye a establecer ánimos reflexivos y emotivos.
McDonagh nos lleva a un universo rústico y aparentemente idílico. Pero el idilio se desvanece conforme vamos conociendo las singularidades de los habitantes, los cuales resultan más o menos simpáticos –al menos al inicio–, pero ninguno es particularmente brillante; de hecho, la estupidez ambiente es grande. Y si al principio cabe pensar en cierta bonhomía o amabilidad, ésta se va dispersando con los sinsabores que va acumulando Pádraic. La historia arranca con matices de absurdo y pronto va creciendo con implicaciones que tocan aspectos morales. No muy tarde se revela el meollo del asunto: cómo reaccionar al desprecio súbito de esa persona que es fundamental en la existencia, cómo lidiar con la tristeza de la ruptura. Puesto en términos actuales: cómo seguir viviendo después de ser “cancelado”. Para el protagonista el futuro sin Colm luce oscuro porque no tiene gran cosa en qué ocuparse y tampoco tiene un circulo social muy amplio: fuera de su borrica, que es más que una mascota, y de su hermana, que parece menos lerda que los demás, aporta un contrapeso de cordura y tiene algunas ambiciones, sólo tenía a Colm. Un lugar aparte ocupa Dominic (Barry Keoghan), un joven que procura su compañía y que es medianamente fastidioso y parece torpe, pero que resulta no serlo del todo y, además, sí es un tipo amable.
La exploración que “perpetra” McDonagh hace hincapié en temas que resultan valiosos más allá de lo moral. Los afanes de Colm son legítimos: ve cada día más cerca la muerte y busca aprovechar el tiempo que le queda. Se diría que es un sujeto lúcido, pero pierde de vista las implicaciones que su conducta tiene para Pádraic. Vive ensimismado, como todos en el pueblo, que son indiferentes a la guerra civil, por ejemplo. La cinta tiene su encanto porque el realizador imprime valiosas dosis de humor. Si bien al final entrega una tragicomedia, la agudeza con la que acompaña a los personajes resulta reveladora de la oscuridad que habita a la humana especie, la cual no necesita de mayores pretextos para manifestarse en comportamientos mezquinos. En la ruta la cinta exhibe conductas infantiles de personajes que están más allá de la madurez y las consecuencias de considerar desechable al otro. Muestra los resultados de privilegiar las emociones y reaccionar con base en ellas: no hay muchas luces en la cabeza de los personajes, pero sí un estómago dispuesto a devolver cada afrenta recibida, real o imaginaria. Un paisaje, pues, que resulta muy cercano a los tiempos que corren, ricos en infantilismo y mezquindad.
Los espíritus de la isla, título que resulta ser una ironía (pues alude a espiritualidad y feminidad, asuntos ausentes en la cotidianidad de la isla), trajo a mi memoria una canción y una viñeta: Smalltown, esa rola de Lou Reed que concluye: “Sólo hay un buen uso para un pueblito. Lo odias y sabrás que tienes que irte”; y aquel dibujo donde aparece Mafalda diciendo una frase que al parecer nunca dijo: “¡Paren al mundo que me quiero bajar!”.