CINESCOPÍA/José Javier Coz
Escrita y dirigida por Kaneto Shindō (1912-2012), el título original de esta cinta de 1968 es Yabu no Naka no Kuroneko que significa “el misterio no revelado del gato negro en un bosque de bambú”. Por razones prácticas, los distribuidores internacionales decidieron titularla simplemente Kuroneko (“El gato negro en un bosque de bambú”). En México no faltó que le añadieran algo chabacano: Kuroneko, el grito del sexo.

Kuroneko es tal vez la película más eclécticamente estilizada de Shindō. De su extensa filmografía, cabe destacar La isla desnuda (Hadaka no Shima, 1960) y Onibaba (1964), extraordinarias joyas minimalistas, rodadas en exteriores en su totalidad en parajes silvestres. También Los niños de Hiroshima (Genbaku no ko, 1952). Inició su carrera como director en 1951 y escribió y dirigió hasta los 98 años.
Kuroneko es una narración de terror que pertenece a un subgénero en Japón que se consolidó en el teatro kabuki en el siglo XVII y cuyos protagonistas son gatos negros monstruos cuyo origen se remonta en el animismo japonés al siglo VIII. Estos felinos suelen abrirse paso sigilosamente y en silencio entre los mortales, como las ánimas penando en nuestro México.

El académico Yūsuke Suzumura se aventura a sospechar que Kaneto Shindō parte de la tradición del cuento En el bosque (1922) de Ryūnosuke Akutagawa, que a su vez extendió Akira Kurosawa en Rashomon (1950). Con esa base, Shindō continúa tomando prestados elementos de variada procedencia. Por ejemplo, la danza y el maquillaje –usado para enfatizar los gestos –, provienen del teatro kabuki, así como del teatro Noh, éste del siglo XIV. El vampirismo que Shindō usa, aunque de origen universal, proviene de Europa. Las actuaciones son abiertamente teatrales; no obstante, usa los más osados recursos cinematográficos, incluyendo efectos especiales como el vuelo acrobático y coreográfico que se logra con grúas y cuerdas que ya se implementaban sin simular en el teatro kabuki. Cabe mencionar otro efecto especial: la yuxtaposición de planos distintos que sugieren lo fantasmagórico y lo real. Finalmente, incorpora la iluminación cruzada y contrastada del cine expresionista alemán, combinada con la iluminación teatral de palco.

La historia se sitúa durante el período Sengoku (Estados en guerra) que duró desde 1467 hasta el siglo XVII. Yone (Nobuko Otowa) y su nuera Shige (Kiwako Taichi) viven en una choza en el borde de un bosque de bambú. Una escuadra de samuráis sale del bosque, beben de un riachuelo que corre por un lado de la choza, irrumpen en ella, violan a ambas, se comen los víveres y le prenden fuego al lugar. A la mañana siguiente, quedan maderos humeando y los cuerpos de ellas vejados y lacerados. Unos gatos negros llegan y les lamen las heridas. Yone y Shige se convierten en onryos, espíritus fantasmagóricos vengativos de mujeres violadas que alternan dos formas, una humana y otra de un gato negro.
Empiezan a tomar venganza de los samuráis uno a uno. La venganza es ritualizada. De noche, Shige, vestida de aristócrata, le sale al paso a un samurái en el camino que atraviesa el bosque de bambú. Kiyomi Kureda, a cargo de la cinematografía (también dirigió la fotografía, de forma magistral, en Onibaba), aprovecha los trávelin en el bosque para jugar con la iluminación direccionada sobre los bambús, muchos casi verticales intercalados con otros de variada inclinación generando una red de sombras en un espacio amplio y aparentemente abierto y, a la vez, con un aspecto intrincado y aprisionado.

El samurái le pregunta quién es y por qué está ahí. Ella quiere regresar a su casa y dice temer a la oscuridad y a la niebla en el bosque. Se ofrece a encaminarla o a llevarla montada en su caballo. Cuando arriban, ella lo invita a que pase a descansar. Aparece Yone con una jarra y le sirve sake en un ochoko (una especie de taza). El hombre se empina uno tras otro. Yone los deja solos. Una vez ebrio, el samurái se desinhibe y Shige sutilmente se le insinúa. Entran a una alcoba y después de un escarceo orientalmente erótico ella le muerde el cuello hasta darle muerte.
Se repite el ritual con varios de los samuráis. Los campesinos que encuentran los cadáveres corren el rumor de que un monstruo los está matando. (Tanto en La isla desnuda, Onibaba y Kuroneko, los protagonistas son campesinos. Shindō nació, creció y trabajó en el campo con sus padres campesinos.) Esto llega a oídos del señor feudal Raiko Minamoto (Kei Sato). El hecho coincide con el regreso de Hachi (Kichiemon Nakamura), hijo de Yone y esposo de Shige. Viene de la guerra con una reputación muy alta por haber vencido a dos mil guerreros y al general Kumasunehiko que los comandaba, cuya cabeza trajo como prueba y trofeo. Minamoto lo asciende a samurái y le encomienda matar al monstruo.

En su primera incursión en el bosque, se encuentra a Shige y, en la casa, a Yone. Hachi les dice que se parecen mucho a su esposa y madre. En el fondo, el cambio del aspecto rústico al aristocrático no lo hace dudar de que son ellas, pero sabe también que están siendo suplantadas o poseídas. Por otro lado, su esposa Shige todavía lo ama y no se anima a matarlo. Se suceden siete días de encuentros de intenso amor, siempre en la noche y antes del alba. Al octavo día, Shige ya no está ni estará. Así le informa su madre a Hachi, pero no puede confesarle por qué. Sólo le dice que ambas hicieron un juramento al Demonio: el de no revelar su naturaleza ni el tiempo de estadía en esa especie de limbo entre el Cielo y el Inframundo en condición de fantasmas. También que, al no matarlo, Shige rompió con el juramento y fue llamada a los infiernos. Mientras tanto, Minamoto está esperando resultados y Hachi le reporta que ya mató a uno de los monstruos, pero le exige una prueba. Se encuentra en la misma situación de su madre de no poder decir nada de lo que ha visto ni escuchado. Como este paralelismo, se presentará otro más adelante.
En la novena noche, Hachi visita a su madre, la confronta e intenta matarla, pero se le escabulle. En la décima, Hachi hace de nuevo el intento por encontrarse con su madre. Se le aparece en la puerta de Rajōmon y logra cortarle el antebrazo izquierdo al que le brotan pelos y una garra en lugar de la mano. Hachi entrega a Minamoto el antebrazo como prueba de haber matado al otro monstruo.

Después de siete días de confinamiento y rituales de purificación que Minamoto le prescribe, Hachi se empieza a enfrentar con sus propios demonios, los demonios invisibles, esos que sólo habitan en la cabeza, los que no ve el espectador. Sale en la noche, grita el nombre de su madre y sólo corta el aire a sablazos. La escena es muy similar a la de Hachi luchando en el campo de batalla contra el general enemigo y sus dos mil soldados.
Kaneto Shindō logra que lo narrativo le dé cabida a lo simbólico. En una entrevista que concedió a sus 90 años, Shindō formula dos principios que a mi parecer son extensivos a muchas grandes piezas de cine y que los sintetiza de la siguiente manera:
-“sin imágenes simbólicas no se puede comprimir el tiempo”
-“sin elementos simbólicos el realismo de las imágenes no emerge”
El símbolo contiene una parte de signo que señala, designa, denota. El gato no es un símbolo de la venganza. No está tomando su lugar, no está representando a la venganza. El gato negro es un símbolo universal del mal y en Kuroneko es el único vehículo a nuestros sentidos para percibir la venganza y para poder recibirla emocionalmente, no para que la intelijamos. Se trata pues de una alegoría de la venganza en tanto que propone una doble intuición, no unas figuras literarias que se puedan canjear por nombres sustantivos abstractos. Jorge Luis Borges diría que el gato no es la venganza, sino que es el gato y es también la venganza, como en los sueños. Pesadillas en este caso. De ahí su carácter narrativo y mitológico. El gato tampoco es una metáfora si entendemos ésta como el contacto momentáneo de dos imágenes, no la metódica asimilación de dos cosas. Por su carácter abstracto, Shindo no metaforiza la venganza, tampoco hace una fábula, sino que la alegoriza.

El paso por el bosque de bambú en la noche es aquel que se arriesga hacia una zona de sombras. En varias culturas los gatos negros todavía se asocian a malos presagios. El color negro remite a la noche, a lo oscuro, a lo desconocido. Antes del romanticismo, antes de que se nos revelara la belleza de la naturaleza, un bosque representaba una región en la que acechaban fieras, representaba la muerte, el peligro de perderse, de no regresar, de adentrarse en lo insondable. Con todo, Shindō y Kureda nos revelan también la belleza del miedo a la noche, en ese bosque de bambú opresivo, la belleza del terror agazapado en los gatos negros, no el misterio de los gatos negros. De ahí el título original de la película: El misterio no revelado del gato negro en un bosque de bambú pues, como dijo Borges, “la solución del misterio siempre es inferior al misterio”.