Hace años las películas de Pixar me provocaban expectativas positivas. En tiempos más recientes, en particular después de la venta del estudio a Disney (en 2006), los estrenos de sus nuevas producciones han ido de la reserva a la indiferencia. Es tristemente notorio que Pixar ha ido sacrificando la calidad por la cantidad. Porque si en sus inicios producía en promedio una película cada dos años, ahora lo hace al ritmo de dos por año, y la multiplicación por cuatro ha ido en detrimento de las historias y sus temas. Imagino que las utilidades tendrán contento al Ratón Miguelito, pero no pasa lo mismo con los espectadores. Con Lightyear (2022), su más reciente largo, el descenso es espectacular: estamos ante la peor película de Pixar. Por mucho.
Lightyear es la primera película en la que Angus MacLane aparece como realizador en solitario. Previamente compartió el crédito en este departamento con Andrew Stanton, en Buscando a Dory (Finding Dory, 2016). Lightyear, nos dicen al inicio, es la película en la que tuvo su origen el juguete que recibió Andy en Toy Story (1995). Acompañamos así al personaje epónimo, un capitán que vive obsesionado por el deber y el cumplimiento de sus misiones y pretende solucionar todo él mismo. Un mal día toma una decisión precipitada y la nave con forma de nabo que comanda sufre un accidente, por lo que la tripulación queda varada en un planeta hostil. Posteriormente busca solventar su error, pero falla una y otra vez. Hasta que coincide con una nueva generación de tripulantes.
MacLane entrega una cinta con un diseño atractivo, colorido, fiel al estilo del estudio de la lamparita saltarina. En este renglón no hay virtuosismo que consignar, pero tampoco quejas. Éstas llegan, y a montones, de la mano de la narrativa y de la temática: el guión es indigno de la trayectoria de Pixar. La aventura es de una llaneza inocultable; los temas revelan una complacencia oportunista, un oportunismo complaciente. Vayamos por partes…
MacLane se sirve con gusto, para empezar, de las producciones previas de Pixar. Lightyear parece un buffet y toma diferentes elementos (personajes, acciones, vestuarios) de una larga lista de películas: comenzando por Los increíbles (2004) y Toy Story (1995), pasando por Robocop (1987), El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968), Alien (1979), 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odissey, 1968), Star Wars (1977), Star Trek (1966) y E.T. the Extra-Terrestrial (E.T. El extraterrestre, 1982). No hay nada reprochable en las referencias o los homenajes, a menos que delaten, como es el caso, falta de imaginación, propensión al guiño facilón. La ruta del héroe va perdiendo gracia conforme se hace evidente que estamos ante una película con agenda y obediente del cumplimiento de las cuotas de inclusión. El diseño de los personajes así lo hace evidente. Por ejemplo, personaje comandante: mujer, afro y lesbiana. ¡Bravo! Buzz, que sería representante del “hombre blanco y heterosexual” (la única expresión racista y la única colorimetría que actualmente no son catalogadas como racistas), tiene rasgos de las “nuevas masculinidades”. Así, el resultado es una comedia de aventuras elegebetcétera sin gracia ni emoción.
Pixar se caracterizaba por determinar sus propias temáticas y agendas más allá de coyunturas, campañas o modas. Por presentar rutas verosímiles y emotivas, por su originalidad y su sinceridad. Sus películas invariablemente suponían crecimiento para sus personajes, pero ahora nos receta una película de fórmula, de fórmula de superación personal sin tomarse la molestia de ofrecer un desarrollo, sin molestar a nadie: la idea es educar con suavidad. Y peor, en su afán inclusivo y oportunista, hace de la estupidez algo encomiable. Porque si la cinta empuja el trabajo en equipo, también materializa la apología del torpe que hace fallar una y otra vez al equipo. Acá nada es censurable, salvo el no cambiar y no adaptarse (asunto que también presenta con suavidad, como para no molestar a nadie); concibe así un anti-Whiplash (2014) con tanta “buena ondez” como estupidez (recordemos que en la película de Damien Chazelle el odioso Fletcher decía que no había dos palabras más dañinas que “bien hecho”; acá hasta lo mal hecho está bien hecho).
Lo dicho, mientras Disney aumenta ceros a sus cuentas bancarias (y tal vez se lleva la estrellita del reconocimiento por ser un niño bien cumplido con la corrección política), los espectadores estamos perdiendo a Pixar. O tal vez ya lo perdimos.