CINESCOPÍA/José Javier Coz
De Martin Scorsese no hace falta una semblanza ni mencionar sus milagros. Está todavía vivo, tiene 81 años y su carrera continúa en contrapicada.
Taxi Driver es apenas su quinta entrega, y el segundo guion del Paul Schrader, también director de cine, aunque más conocido como guionista y crítico. No fue necesario esperar tiempo ni verla más de una vez para intuir que estábamos ante una obra maestra que se convertiría en clásico y de culto. Y Scorsese ya se había acercado a este pináculo en su debut ¿Quién llama a mi puerta? (Who’s That Knocking at My Door, 1967) y en Calles peligrosas (Mean Streets, 1973).
Nueva York es una ciudad que está sola en su hacinamiento al igual que nuestro protagonista en sus populosas calles. Una ciudad tan vasta y peligrosa en los setenta, cuyos habitantes transitaban desconfiados, evitaban hablarse o hacer contacto visual. Se volvió impersonal, casi irreal. Y esto lo plasma Scorsese en un plano de ensoñación en el que a través de un parabrisas hace que la lluvia desfigure los neones y chorree los colores de los anuncios. Todo lo que vemos en la película está filtrado por el cuerpo total de la percepción de Travis (Robert De Niro). Estamos ante el estado mental de Travis: una errancia sin rumbo y un distanciamiento con la otredad llenas de silencios y pausas.
Travis es un joven veterano de guerra recién vuelto de Vietnam. Recibe su pensión y vive solo. Cuando le preguntan por qué quiere trabajar de taxista, Travis alega insomnio crónico y el tiempo que tiene libre por las noches. Eso sí, trabajar en un taxi asegura compañía y eventualmente algo de conversación. También cambios de paisaje, sea el inmundo Harlem o el lujoso Village. Sin embargo, la monotonía de su soledad no cejará. Se aprecia en los recesos con sus compañeros de trabajo. Continúa solo. La quieta solitud de Travis mitiga un poco el pasado estridente y aterrador en la incansable Vietnam. Ahora es un soldado retirado, demasiado joven y cargando una convalecencia mental. Lleva a cuestas esa expulsión del paraíso de quien regresa de la guerra, algo que se aborda de manera cruda en El francotirador (The Deer Hunter, 1978) de Michael Cimino: los jóvenes que regresan de Vietnam encuentran a su pueblo como si la guerra no existiese, como si se hubiera detenido el tiempo; sus amigos y parientes no han salido de su vida apacible mientras ellos llegan con las pupilas y los sueños poblados de atrocidades, ya no son los mismos y se saben en un mundo ancho y ajeno.
Con más frecuencia de la que yo creo, la película se detiene, se detiene en cosas, cosas que van abonando más que a una historia, a un esbozo de retrato. Y es que Taxi Driver trata de Travis, de ese soldado caído, de ese héroe anónimo. Las circunstancias de la trama perfilan a Travis, nos acercan a los rasgos de su personalidad. Travis sufre en silencio el extrañamiento al que lo orilla el aislamiento y la soledad, el extrañamiento de quien regresa después de una temporada en el infierno. Regresa a su tierra en la que nadie tiene idea de lo que estaba pasando en la guerra, una en la que se dejaron caer más bombas que en la 2ª Guerra Mundial.
Scorsese y Schrader se concentran en la integridad del protagonista, en que conserve unidad de principio a fin. No importa si se rapa como mohicano. Eso no le cambiará la identidad ni le otorgará pertenencia a una tribu indígena o urbana. Para su caracterización, tampoco importa si pretende perpetrar un magnicidio o termina como el justiciero que rescata a una púber del burdel. Que su novia lo deje es sólo un detonador como lo podría haber sido que viera frustrada cualquier otra expectativa de sus padres –que conocemos por la carta que les escribe: por ejemplo, tener trabajo, tener dinero y ser feliz. Esta vez, la expectativa en el éxito y su fracaso son laterales para explicar el salto o la transición –no sabemos– de soldado a taxista y vuelta a los disparos. Al final permanecerá igual en su búsqueda ciega de sentida justicia, llamémosle así.
La escena más importante para entender esto, y que es altamente susceptible de pasar desapercibida, es en la que Travis arriba al café donde sus compañeros toman el descanso. Le pide a Wizard que salga un momento porque necesita decirle algo. Travis intenta confiarle a Wizard que le están rondando ideas “locas” (crazy ideas), que está a punto de hacer algo (just go out and do something), pero no alcanza a terminar lo que quiere decirle, si es que tiene claro lo que quiere decir. Wizard tampoco es que lo deje terminar. Lo interrumpe y se adelanta y cree captar que Travis no está a gusto en el trabajo. Un diálogo hecho de dos monólogos que se cruzan ya desfasados, entrecortados y que reflejan esa incomunicabilidad de individualidades que de tanta soledad no conocen la escucha ni la pregunta, no dudan de lo que dicen, no saben de conversaciones sin interferencias o de una plática resuelta a introducir algo nuevo, inusitado. Parecen no contar con otros dispositivos que no sean las frases hechas de lugares comunes. Pero Wizard remata diciéndole que uno escoge un tipo de vida, la vive y se convierte en lo que hace. Una persona hace cierta actividad y eso es todo (that’s all there is to it). Lo que hace es lo que es. “¿Por qué pelear contra eso?” –pregunta Wizard. Y es que Scorsese nos quiere llevar a lo violento que es pelear contra el camino que ya está trazado. Travis es un saldo de la guerra, está a punto de convertirse en un delincuente, pero el destino le tiene algo mejor preparado: la redención de un antihéroe.