Sería un despropósito pedirle peras al olmo, perlas a Disney. A nadie habrá de extrañar, así, que Frozen II (2019) ofrezca mayor interés para la mercadotecnia que para la dramaturgia: es una mercancía antes que una obra de arte. Queda claro en el diseño de la cinta que, lejos de una búsqueda significativa, la apuesta es multiplicar lo que probó su eficiencia emotiva: más chistes, más hielo, ¡más canciones! (¡ay!), más corrección política que el primer rollo de la franquicia, Frozen: Una aventura congelada (Frozen, 2013).
Al frente de la réplica repiten Chris Buck y Jennifer Lee. La historia comienza con Arendelle en paz. Pero todo se precipita cuando Elsa comienza a escuchar y atender una tonada que proviene de las canciones de cuna maternas. Al hacerlo despierta las fuerzas de la naturaleza y se hace imperioso ir al bosque-encantado-para-la-ocasión, para encontrar respuestas.
Buck y Lee echan mano del “manual del héroe”, el que propone Joseph Campbell y que también sirvió de guía a George Lucas y las ya no sé cuantas trilogías de Star Wars. El viaje del héroe inicia en el mundo ordinario, aquél recibe un llamado a la aventura, que rechaza y luego acepta; en la ruta se encuentra con un mentor, cruza el umbral al mundo especial o mágico; luego tiene pruebas, encuentra aliados y enemigos; de allá regresa con un elixir o una respuesta que habrá de transformar el mundo ordinario. Perdón por los spoilers (que al final de cuentas no son, pues el modelo es viejísimo): se inspira en Jung y los arquetipos, y es posible rastrear su origen desde el inicio de la humanidad. El asunto redunda habitualmente en la revelación y potenciación de la identidad. Así, al final de Frozen II descubrimos que no hay una heroína, sino dos (y no hablo de drogas, es una película para niños, sobre todo para niñas). Por otra parte, las similitudes narrativas y dramáticas con Maléfica: dueña del mal (Maleficent: Mistress of Evil, 2019), que vimos apenas hace un mes, son incontables: se reciclan partes de la historia y el afán conciliador con falsos y oportunistas alientos ecológicos, que buscan apaciguar al hombre con la naturaleza, mostrar cómo es viable la convivencia entre la magia y lo ordinario, si bien al final queda claro que coexisten pero no conviven.
Buck y Lee entregan una propuesta en animación tridimensional que por momentos es visualmente notable. Hay pasajes de diseño y animación, de movimiento y colorido, que son espectaculares; como en la primera entrega, tampoco falta el humor, y hay algunos gags y diálogos afortunados. La aventura en sí, si bien no es original (reitero), sí tiene su interés, pues invita a la búsqueda de la verdad sobre el origen y al afianzamiento de la voluntad para definirse como ser humano (robustecer la identidad, ser quién se quiere ser y no quién “se está llamado a ser”). Sin embargo, en la ruta hay demasiados pasajes cantados, algunos que son videoclips insertados. Tanta cantadera me resulta fastidiosa, pero por otra parte lleva la propuesta al terreno de la literatura más que al de la cinematografía: el sentido de la cinta, el tema, está en las letras de las canciones, que revelan el conflicto y le dan una estatura –una densidad– que parece desproporcionada con lo que presenta la acción, pues ésta no ofrece un soporte plausible, una historia memorable.