Para darse una idea del malestar social actual (¿que es mayor a la suma de los malestares individuales?) no hace falta mucho esfuerzo. Las marchas y mítines masivos por causas loables son una muestra elocuente, pero en la cotidianidad hay atisbos menos plausibles: basta hacer un trayecto en automóvil o asomarse a los comentarios de casi cualquier noticia periodística publicada en algún sitio de Internet (las de deportes o política son particularmente ilustrativas), para encontrarse con una diarrea de palabras altisonantes, a veces disimuladas, a veces sin disimulo, con un folklórico intercambio de insultos. Estas manifestaciones hacen visible un enojo que por lo general tiene su origen en otra parte. Y de ello da cuenta el argentino Damián Szifron en su tercer largometraje: Relatos salvajes (2014).
Escrita y coeditada por el sudamericano, producida entre otros por Pedro Almodóvar y con músicas de Gustavo Santaolalla, la cinta recoge seis episodios cuyas historias están ligadas por la irrupción del salvaje que no deja de habitar en cada ser humano. Inicia con Pasternak, una especie de prólogo en el que se da la involuntaria reunión en un avión de una serie de personajes que tienen en común el conocimiento del personaje epónimo. Las ratas inicia con la llegada de un sujeto grosero a un restaurante, y mientras la mesera reconoce en el comensal al causante de las desgracias familiares, la cocinera propone un plan de respuesta. El más fuerte registra los roces que dos conductores tienen cuando transitan por una carretera desierta. Bombita, que trae a la memoria Un día de furia (Falling Down, 1993) de Joel Schumacher, acompaña a un ingeniero, experto en explosivos, que sufre una arbitrariedad de los servicios privatizados de vialidad. La propuesta, cuyo arranque es similar al de Tres monos (Üç maymun, 2008) del turco Nuri Bilge Ceylan, sigue las vicisitudes de un padre de familia después de que su hijo atropella con su auto a una mujer. Hasta que la muerte nos separe muestra la ira de una novia en plena boda cuando descubre algunos secretos de su marido.
Szifron exhibe el resentimiento que se genera por la acumulación de frustraciones, la rabia que surge como respuesta al abuso de poder (de un individuo sobre otro, pero también de la institución sobre el ciudadano), los roces entre los que pertenecen a diferentes y distantes clases sociales y las reacciones que se dan por el maltrato de la dignidad, pero también los excesos que se generan cuando el ego se inflama. El desencuentro con el otro provoca una respuesta, un paso a la acción que se manifiesta en un ejercicio de violencia que tendría como objetivo último la desaparición de ese odioso otro. Grave asunto, cómo no. Pero…
Szifron imprime a su propuesta abundantes dosis de humor negro que a menudo se tiñe de rojo. Lejos de aligerar la gravedad de lo expuesto, la estrategia permite una asimilación mayor y mejor. El argentino prueba que la risa (que aquí aparece a cada rato: a veces como sonrisa, a veces como carcajada) es un medio efectivo para la denuncia y para la reflexión. Y cuando uno termina de reír no puede sino constatar que la vileza, humana muy humana, necesita sólo un empujoncito para hacerse visible: el matiz de la civilización resulta ser eso, y es de una triste fragilidad. Lo cual es peor que lo que sucede en la vida salvaje. Porque aquí se busca la sobrevivencia, mientras que los humanos se maltratan por cuestiones menos complejas que mezquinas; a veces casi por deporte. La historia que cierra la cinta exhibe la ridiculez que cabe en algunos ritos humanos, como el ceremonial matrimonial, e ilumina la asunción del salvajismo: tal vez podremos disimularlas, pero al final no sabremos aniquilar las pulsiones que orientan nuestras conductas. El conjunto ofrece aristas para el análisis ético. Queda claro que a veces el mal es una ruta para hacer justicia; que la ironía puede ser un efecto del odio, tan involuntario como hilarante; que el aprecio del individuo por sí mismo pasa por la acreditación del otro (de los otros, en tiempos de la “amistad” virtual vía red social); que, bajo la fachada de la solidaridad, todos buscan sacar provecho de la desgracia ajena; que no hay moraleja feliz, y menos indolora. El buen salvaje, así, no sólo pasa a ser un mito tranquilizador, sino un producto de la fantasía.