Al inicio de Ciudades de papel (Paper Towns, 2015) aparece John Green, para agradecer a los mexicanos que compraron su novela Bajo la misma estrella y para promocionar la película que está por iniciar, que se inspira en otro de sus libros. En algún momento, entre su gracia forzada y su modestia mal disimulada, menciona que la cinta es un tributo a su obra. Empezamos mal…
Ciudades de papel es el segundo largometraje de Jake Schreier (responsable de Un amigo para Frank) y recoge las vicisitudes de Quentin (Nat Wolff), un adolescente que está por terminar la preparatoria y cree en la repartición democrática de los milagros: asegura que a todos les toca uno. El suyo, según nos dice, inicia en la pubertad con la llegada de Margo (Cara Delevigne) a su vida: es su vecina de enfrente. Años después, en la escuela, se distancian. Hasta una noche en que ella irrumpe en su cuarto para invitarlo a perpetrar una venganza contra el novio (de ella), quien le ha sido infiel (a ella). Luego desaparece (ella), y como él está entusiasmado, fascinado (él dice que enamorado), se da a la tarea de buscarla con sus amigos (de él). Entonces sigue las pistas que cree (él) que le dejó (ella).
Schreier propone de entrada un acercamiento desde los patrones del cine romántico, con sus cámaras lentas para hacernos ver lo despampanante que es ella (aun desde la pubertad: ¿esto puede ser catalogado como pedofilia?) desde la perspectiva y la perplejidad de él. En adelante recicla el retrato habitual del cine de adolescentes y nos lleva a su “cotidianidad”, en la que se hacen presentes los infaltables códigos entre amigos –de preferencia ridículos–, los roces con los otros (de los malos, con los malos: eso que llaman bullying, pues) y las búsquedas sexuales. Todo esto para hacernos ver la “singularidad” y “simpatía” de sus personajes, misma que Schreier no tiene empacho en subrayar y remachar (como los Santa Closes negros de la familia de uno de ellos, la cachondez de otro, la “excentricidad” de Margo) mediante flashbacks o pasajes demostrativos. Tampoco falta el uso indiscriminado de una verborrea sin fin (acaso éste es el tributo al que se refería Green al inicio: la repetición, supongo, de un montón de sus diálogos que son más grandilocuentes que inteligentes) que se quiere ingeniosa y es insufrible.
Schreier hace eco de aquello que bien podría ser el himno del adolescente y que Jorge Luis Borges pone en boca del narrador de “El jardín de los senderos que se bifurcan”: “Todo lo que realmente pasa me pasa a mí”. Así, para Q (como apocopadamente le dicen sus amigos al apocopado Quentin), desde su cobardía, cualquier riesgo deviene inaudito. El problema no es que él crea que lo es, el problema es que la cinta no lo haga parecer así, que sus estrategias resulten pobres para conceder emoción a lo que vemos, para compartir las sensaciones que el narrador expresa, y de forma oral más que visual, para acabarla. (Los humanos vivimos en la procuración de sensaciones –muchas, intensas–, cierto, y no hay nada censurable en que alguien nos quiera hacer creer que las suyas son extraordinarias –si bien todos, en algún momento lo creemos: ergo, no son tan extraordinarias–, pero aquí nada parece espontáneo, y así no es fácil experimentar en la sala oscura lo supuestamente sensacional de esas sensaciones.) Y como ya he dicho a propósito de otras películas, cuando la emoción no aparece, lo que vemos y oímos no alcanza a ser relevante ni significante.
Al final se nos recuerda cómo los otros son, en primera instancia, lo que uno cree y quiere que sean, que algunos de ellos viven en nuestras mentes un proceso de idealización, y que ésta puede ser perniciosa (si bien esto no es explorado aquí). Se abre además la posibilidad de asumir un verdadero riesgo, aun dentro de los parámetros del romanticismo más rancio: la aceptación y la apuesta por el amor no correspondido (que, según apunta Octavio Paz en relación con Sor Juana Inés de la Cruz, sería el amor perfecto). Pero Schreier sólo se asoma a todo esto y, a imagen y semejanza de Quentin, nunca abandona un ánimo suave, complaciente, autocelebratorio (aquí todos son “geniales”). Ignoro si todo esto funciona mejor en la página de papel, pero en pantalla estas Ciudades de papel dan cuenta, de forma poco genial, de un montón de lugares comunes que no dejan de ser comunes; en otras películas celebramos que nos recuerden que lo ordinario puede ser extraordinario, pero aquí lo ordinario es… ordinario. No sé si los milagros existen (y menos que sean repartidos de forma democrática: si así fuera dejarían de ser milagros, para empezar), pero lo que sí sé es que Ciudades de papel no es uno de ellos.
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