El niño Pierre y la joven Cybèle: Los domingos de Ville d’Avray (1962)

CINESCOPÍA/José Javier Coz

Les dimanches de Ville d’Avray (“Los domingos en Ville d’Avray”) es conocida en el mundo hispanohablante como Sibila, el nombre de la niña protagonista, Cybèle en francés. Es la primera de las únicas tres películas que dirigió Serge Bourguignon, nacido en 1928 (tiene actualmente 96 años). Sorprendió el fracaso absoluto de sus dos siguientes películas: La recompensa (The Reward, 1965) y 15 días de septiembre (À coeur joie, 1967) .

Sibila es de los pocos one-hit wonder (“maravilla de un éxito”) en el cine. Narra el enamoramiento de una niña precoz Cybèle (Patricia Gozzi) y el joven Pierre (Hardy Krüger), convertido en un niño después de la experiencia traumática de la guerra de Indochina, conflicto que se prolongó desde 1946 hasta 1954 en la región que comprende hoy en día Vietnam, Laos y Camboya.

Fue galardonada como mejor película extranjera en los Oscar, en el Consejo Nacional de Crítica de Cine (National Board of Review con sede en Nueva York) y en Blue Ribbon Awards en Tokio.

Pierre actúa el papel de un joven piloto inhabilitado a raíz de un accidente aéreo en el que, según él, mató a una niña vietnamita, pero no lo sabemos de cierto salvo como un recuerdo que lo asalta de vez en vez. Tiene poco de haber regresado a su pueblo natal, Ville d’Avray, al suroeste de París. Sufre de amnesia y vértigo. Suele merodear por las noches en la estación de tren esperando que alguien llegue, no recuerda quién.

Una noche ve que arriban un señor y su hija Cybèle de 12 años. Mientras el señor pregunta cómo llegar al orfanatorio, Cybèle y Pierre se miran. Cybèle es de ojos grandes, hondos y expresivos. Su mirada refleja una insondable tristeza. Los dos sostienen la mirada sin parpadear mientras el padre de la niña se acerca a Pierre a preguntarle dónde está el orfanatorio, a lo que Pierre, sin intención socarrona, contesta “en Ville d’Avray”. Lo ignora y sigue preguntando a otros en lo que Pierre se acerca a Cybèle y le ofrece que escoja un cristal de color de entre los que tiene en su mano. Sin dejar de mirarlo ella le dice que no puede. Cybèle y su padre caminan hacia el orfanatorio y Pierre los sigue sin que lo vean.

En el orfanatorio les abre una monja. Hay poca luz. El señor entrega a la niña y una maleta, pero olvida entregar un portafolio que había puesto sobre el buzón. Pierre roba el portafolio y se va a casa. El portafolio contiene una carta para Cybèle de su padre diciendo que nunca regresará. Al domingo siguiente, Pierre llega al portón abierto del orfanatorio. Cybèle se acerca y le pregunta si fue enviado por su padre. Pierre le contesta que su padre no vendrá. Ella le pide que la lleve a pasear. Otra de las monjas, creyendo que Pierre es el padre, le dice en tono de enfado que la hora de llegada de las visitas es a las 7 a más tardar. Y aquí empieza una historia de amor cuyo vínculo no está exento de algo de relación paterno filial, de amistad y de amor platónico entre dos marginales solitudes.

Estamos frente a una situación y unos personajes que parecen cobrar existencia sólo en la ficción, pero su caracterización está tan bien perfilada, los diálogos tan genuinos y espontáneos, sobre todo el parlamento de Cybèle, que la película posee suficiente realismo y naturalidad para que el espectador se encarrile en una historia asombrosamente verosímil. Además de la edad de ella, habrá otros obstáculos que sortear como el hecho de que Pierre tiene novia, Madeleine (Nicole Courcel), la enfermera que le asignó el ejército y que no abandona su papel de protectora además de asumir otro de madre redentora. El tercer impedimento es que los habitantes de Ville d’Avray ya conocen el pasado traumático del “loquito del pueblo” y lo tienen estigmatizado sin haber reparado en que su amnesia lo ha convertido en un niño.

La película está inspirada en una novela de Bernard Eschassériaux quien adaptó y coescribió el guion con Antoine Tudal y el director. Además de la dirección dramática, lo más notorio de esta película es la cinematografía, a cargo de Henri Decae, que no recibió atención alguna en su momento, a pesar de que Sibila recibió la estatuilla del Oscar a mejor película en idioma extranjero y la nominación a mejor adaptación y guion y a mejor música. La National Board Review (Consejo Nacional de Crítica de Cine con sede en Nueva York) también le otorgó la presea por mejor película en idioma extranjero. Su fotografía se ha convertido en referencia obligada. Ha sido incluida en The Criterion Collection.

Sin aletargar el ritmo del relato y sin caer en lo contemplativo, el director se toma la libertad de detenerse en ciertos planos para que Henri Decae explaye las posibilidades de un blanco y negro diáfano para el día y bruñido y fulgurante para la noche. En una misma escena, la cámara se mueve casi imperceptiblemente hacia el reflejo de Pierre y Cybèle en el agua del pequeño lago del parque y los diálogos y la narración continúan fluyendo.

A propósito de los parlamentos, es Cybèle quien está hablando casi todo el tiempo. Serge Bourguignon eligió a Patricia Gozzi de 11 años por poseer una personalidad excepcionalmente adulta. Según Bourguignon, la manera en que Gozzi entona la voz, en cómo sostiene una conversación fluida y con un amplio vocabulario en la película, no difería de cómo hablaba fuera del escenario.

Bourguignon también resuelve un plano-secuencia nocturno con revelado positivo de alto contraste para visibilizar las siluetas de los protagonistas en medio de una escasa o nula iluminación, todo –insisto– sin interrumpir el flujo de la historia.

Hay otro plano magistral en el que vemos a los amigos de Madeleine conversando a través del fondo de la copa con la que Pierre bebe. Detrás de este vidrio “no tan oscuro”, Pierre ve distorsionados y alejados a los otros, una toma subjetiva que trata de aproximarnos a su estado de alienación, la imagen borrosa que nos acerca a la infranqueable frontera que lo separa de los más cercanos. También es de destacar la profundidad de campo en interiores, concretamente en el plano en que Madeleine se está peinando frente a un espejo en el que también vemos la puerta y las escaleras por las que Pierre huye.

Para infortunio del actual espectador, esta película ya no se puede ver como en su momento. Extrapolando al cine la frase de Jorge Luis Borges “Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída”, esta película no la podremos ver sin las gafas que nos ha puesto el feminismo en boga. Éste nos condiciona con prejuicios de un puritanismo que no dista mucho del de una policía moral. Es menester ubicarse en 1962, cuando la minoría de edad fungía para no criminalizar o despenalizar ciertos delitos, pero no era un impedimento para una relación sentimental o un matrimonio. La diferencia de edades era consecuencia del papel proveedor del hombre y el de protector de la mujer, roles que hacían más duradera la relación conyugal y la familia, o visto desde Freud, garantizaba la continuidad de la relación padre hija o madre hijo en el matrimonio. Actualmente, la relación entre un menor de edad y un mayor de edad está penalizado y consuetudinariamente satanizado en un tabú y se le señala como pedofilia y violación.

Para cualquiera que aprecie el cine de arte –prefiero llamarlo cine no industrial– y que además pueda ignorar durante 2 horas a las vigilantes de la virtud, vale la pena que vea esta cinta que, advierto, no es Lolita, también de 1962, tampoco Baby Doll de 1956. Sibila, Lolita y Baby Doll son hoy una oportunidad de rescatar la autonomía de nuestro criterio.

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