Pocas veces resulta tan afortunada la traducción infiel de un título como sucede con Marie Heurtin (2014), que se exhibe en México como El lenguaje del corazón. Porque es una interpretación atinada de las vicisitudes que recoge la cinta, una metáfora plausible.
El lenguaje del corazón es el más reciente largometraje del francés Jean-Pierre Améris, quien obtuvo el premio a mejor director en el festival de San Sebastián en 2001 con C’est la vie. Ahora se inspira en un caso del que se tienen registros históricos, que tuvo lugar en la campiña francesa a finales del siglo XIX, en un instituto cuyo estudiantado era compuesto por alumnas sordomudas. Por allá llega Marie (Ariana Rivoire), una joven de 14 años que además de ser sorda es ciega, y ha crecido como un animal salvaje al cuidado de sus padres. Apenas llega y es incontrolable, por lo que no es aceptada. Pero la hermana Marguerite (Isabelle Carré) ve en ella un alma necesitada («un alma aprisionada», anota en su diario) y se las arregla para que regrese. Si bien sus esfuerzos parecen vanos luego de meses de labor, la religiosa no claudica en su afán de educar a Marie.
Améris propone un acercamiento dentro de lo que bien podría considerarse como el clásico estilo francés: apuesta por narrar con la imagen, con diálogos más coloquiales que descriptivos o emotivos y con un registro visual a menudo de corte naturalista; con saltos temporales que pueden parecer bruscos; evita la sensiblería, no es enfático (por momentos es incluso contemplativo), no acostumbra la exacerbación histriónica que tanto gusta a Hollywood y pareciera eludir los clímax dramáticos; es mesurado, a veces en exceso, pero no es insensible, y si no le saca la vuelta a la emoción tampoco se deja seducir por el demostrativo automatismo afectivo que frecuentemente se hace presente en el cine norteamericano. En El lenguaje del corazón esta apuesta rinde buenos frutos.
Améris ilumina la relación entre la comunicación y la educación, y la relevancia que en este nexo adquiere el lenguaje. Pone en pantalla aspectos que serían meramente pragmáticos, pero también otros que exteriorizan las contrariedades de lo humano, demasiado humano. Muestra cómo la educación es, para empezar, un asunto de domesticación. Para atemperar al animal inquieto, egoísta y a veces mezquino que hay en todo niño se le conmina a seguir las reglas de urbanidad, atender horarios y emular comportamientos establecidos; la función primaria es minimizar los conflictos y hacer posible la convivencia. Quien se evita dificultades con esto es, antes que nadie, la autoridad. Pero en un plano que cabría abordar desde la filosofía –que puede resultar una obviedad, pero no está de más confirmar–, manejar un lenguaje (lo cual es ya producto de un aprendizaje) permite hablarse a uno mismo y comunicarse con los otros; comunicar también hace posible la revelación, ante uno mismo y ante los otros, de las profundidades de la individualidad, de la sensibilidad: nombrar humaniza… y libera. En todo este proceso la actitud entre el educador y el educando, entre el emisor y el receptor influye en el resultado. Aquí cobra sentido la traducción aludida al inicio, y el lenguaje que brota de los afectos es más efectivo. Y El lenguaje del corazón permite corroborar que la educación también es emoción.
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