CINESCOPÍA/José Javier Coz
12 hombres en pugna (, 1957) es uno de los más arriesgados y mejor resueltos debuts en la historia del cine. Y también una de las más originales películas sobre juicios, una especialidad de Hollywood que ha llegado a unos niveles de desgaste y sobreexplotación inimaginables. A Borges siempre le sorprendió de los americanos del Norte esa obsesión por la ética que es un limitado imperio del Mal.
De la filmografía de Sidney Lumet destaco Piel de serpiente (The Fugitive Kind, 1959) basada en una obra de Tennesse Williams, Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975) que trata de un acontecimiento real y la profética Poder que mata (Network, 1976).
Escribir sobre una película puede apegarse a lo que es una reseña o una crítica. Aquí, tomaré esta película como pretexto para escribir un poco sobre un sistema social que es el derecho y de cómo la subjetividad de los individuos y su interacción pueden interferir con ruido en este sistema.
El derecho se ejerce sobre acciones, no sobre motivos o intenciones del acusado, que sólo se toman opcionalmente como atenuantes para reducir la condena o agravantes para aumentarla. En el caso de 12 hombres en pugna los agravantes y los atenuantes no surtían efecto alguno, pues en los Estados Unidos de 1957 un homicidio se castigaba todavía con pena capital sin posibilidad de conmutación.
Cuando no se tienen pruebas de las acciones, se recurre a indicios materiales y a la declaración de testigos. 12 hombres en pugna comprende la fase previa a la sentencia del juez. Una vez desahogadas las pruebas de la defensa de la víctima y de la defensa del acusado, un jurado presente en todo el proceso pasa a una sala, apartada del juez, a deliberar y a decidir por unanimidad si el imputado es culpable o no. En este caso, un joven de 18 años es procesado por haber asesinado a su padre. 11 de los 12 miembros del jurado están resueltos, unos con sus razones, otros porque así lo “creen”, a que el muchacho es culpable. El único miembro del jurado que disiente con el resto es el arquitecto Davis (Henry Fonda), aduciendo simplemente no estar seguro de la culpabilidad del acusado. Dice tener una “duda razonable”, y pide revisar el arma y las declaraciones de los testigos. Los miembros del jurado, unos con menos vehemencia que otros, no conciben que sean cuestionables la detención, el interrogatorio durante el juicio y el peritaje, tampoco que no se hayan seguido estos procedimientos con apego a los protocolos que se les exige y mucho menos que la declaración de los testigos pueda contener alguna imprecisión, omisión o, peor aún, alguna mentira.
Es interesante saber que un jurado en los Estados Unidos está compuesto por ciudadanos voluntarios que reciben un pago simbólico (en 1957, 3 dólares diarios), como parte de un servicio social. Esto supongo que responde a la necesidad de imparcialidad, de evitar algo así como el cabildeo. Y para ello, además, sus miembros no deben tener intereses ni parentesco con algún funcionario del poder judicial y del gremio de abogados implicado.
Paradójicamente, el mayoriteo ha puesto en duda la justicia de la democracia. El voto de una persona informada y que participa en asuntos públicos tiene el mismo valor (un valor cuantitativo de uno) que el de una persona desinformada y sin interés alguno en la participación ciudadana. La democracia en esta película es defendida porque una sentencia no se decide unilateralmente, no la decide el juez, sino un jurado compuesto por 12 miembros que no tienen ninguna relación laboral, amistosa o parental con el juez ni con los abogados. A esta oda a la democracia se suma el hecho de que no procede el mayoriteo. La decisión del jurado debe ser unánime, previa reunión en la que disciernen en vista de una toma de decisión que debe de ser colectivamente vinculante.
Hasta aquí, el aspecto jurídico. Ahora, el psicológico. En 12 hombres en pugna, se ve el desinterés de algunos miembros, el miedo de otros, incluso el pudor de poner en duda procedimientos institucionales como pruebas y testimonios. También se ve otro aspecto humano, demasiado humano diría Nietzsche: la insensibilidad al colocar por encima de la vida del joven la premura por asistir a un partido de béisbol, por ejemplo. Es también de destacar la subjetividad, mejor dicho, las subjetividades, y la interacción entre estas subjetividades, es decir, la intersubjetividad, en la participación de cada miembro: se dejan asomar las vidas y las situaciones actuales de cada uno en un procedimiento en el que supuestamente debe prevalecer la institución por encima de circunstancias individuales.
Me resulta casi inconcebible, poco menos que imposible, la proeza lograda por el director Sidney Lumet de mantener la atención y el suspenso por espacio de hora y media sin salir de una sala en la que casi toda la acción transcurre prácticamente de manera verbal y gestual. Esto lo logra con los diferentes emplazamientos de la cámara, con alternar planos cerrados con otros menos cerrados. Aunque hay dos momentos de inminentes golpes, lo más violento estará al alzar la voz y ciertamente en los insultos quedos que eventualmente se lanzan. No se pudieron elegir mejores condiciones para exaltar el triunfo de la palabra, de los argumentos fundamentados, de la racionalidad sobre la subjetividad, de las instituciones sobre los individuos, del diálogo. No es casual, además, que este episodio tenga lugar en un día canicular, que a los miembros del jurado se les vea transpirando, quitándose el saco, sacar el pañuelo, secarse el sudor, las camisas con axilas mojadas, padeciendo el sopor de un verano húmedo sin lluvia ni viento. Esto agrega al ambiente enrarecido un ingrediente opresivo más, no sólo para nuestros protagonistas sino para el espectador que es igualmente sofocado. Otro ingrediente, y que tiene que ver con lo difícil que es arribar a un consenso, es lo disímil del grupo, el distinto temperamento de cada uno, que sin duda es mérito de una transversalidad equilibrada y bien llevada de dirección, actuación y, desde luego, de guion, éste a cargo de Reginald Rose que adapta un guion televisivo de su autoría. Las diferencias de los caracteres también se dejan ver por los distintos intereses que reflejan sus respectivas profesiones, posición social y las intransferibles vivencias personales. Estas divergencias exhiben prejuicios clasistas sobre los barrios pobres y la pobreza misma, asociadas categóricamente con el crimen, y también los estereotipos en torno a la imagen del criminal, desde un ladrón de poca monta hasta un asesino a sueldo, que para la mayoría de ellos son todos iguales, una escoria social, merecedores de la muerte.
Reginald Rose y Sidney Lumet tuvieron que resolver algo muy complejo: el orden, los tiempos y los argumentos de nuestro arquitecto Davis para convencer uno a uno, sin salirse de sus cabales y tomándose pausas para escuchar de los demás su disentimiento o rechazo y volver a retomar la paciente argumentación; también, cómo llevar la dramatización a que la consistencia y la veracidad de las pruebas y las declaraciones se sitúen por arriba de las argucias morales de orden personal. Todo esto sin aburrir al espectador, más bien involucrándolo, sea identificándolo con alguna de las partes, sea haciéndolo cambiar de parecer. Estar en disposición de cambiar de opinión, incluso de adoptar otra diametralmente contraria, es lo que se pone a prueba en esta película.
La recomiendo a cualquiera y a ciegas. En solvencia dramática es una obra maestra. Para los profesionales, estudiantes o aficionados al derecho y a la psicología, esta película puede ser de cabecera. Para la dirección de actuación y la caracterización diferida de personajes, 12 hombre en pugna debe ser referencia obligada.