Más que repasar la historia de un movimiento que se desarrolló alrededor de la música, Edén (Eden, 2014) revisa el estancamiento de una generación –y ni tanto, más bien un puñado de individuos– que envejeció más de lo que creció (como en cualquier época, por lo demás). Los protagonistas no son músicos, pero su singularidad sí es musical: se dedican a cambiar discos o bailar en esas fiestas de perdición conocidas como raves.
Edén es la más reciente entrega de la francesa Mia Hansen-Løve y acompaña a lo largo de 20 años –desde principios de los noventa del siglo anterior hasta los inicios de la década del 2010– a Paul (Félix de Givry), quien forma en París y con un amigo, Cheers, un dueto de disk jockeys. Definen lo que generan, que es música disco, como “garage neoyorquino con toque parisino” y se mueven entre “la euforia y la melancolía”. Conforme avanzan los años crece su público y emprenden giras. Pero Paul vive en permanente endeudamiento, y las cosas empeoran cuando la actividad ya no es tan lucrativa.
Hansen-Løve explora una época en la que la música electrónica se convirtió en un elemento de convivencia y definición de la juventud. Da cuenta de cómo “el movimiento” dejó de ser marginal (literalmente tenía lugar en las afueras) para convertirse en algo cotidiano en la ciudad. Se planta en espacios cuyas tinieblas desaparecen intermitentemente con luces estroboscópicas y en los que se baila al ritmo de la música que programan y manipulan diferentes DJs. Todo esto es relatado con un distanciamiento de la narrativa clásica (que hace de la causalidad y la progresión dramática un par de rasgos definitorios): la cineasta propone una serie de viñetas que no parecen poseer mayor importancia, por lo que el drama adquiere naturalidad. La llaneza que es la vida de Paul, así, es registrada con llaneza, estrategia que parece justificada en un pasaje de la cinta, cuando los amigos se reúnen a ver Showgirls (1995) de Paul Verhoeven. Uno de ellos, que no duda en calificarla de “obra maestra”, comenta que el cineasta holandés la dirigió así “para enfatizar la visión” de la protagonista. La estrategia funciona, pero da más para la comprensión que para la emoción. Y tampoco es que haya mucho que comprender. El problema es que la “paulica” abulia se transmite a la cinta; y, peor, su insulsez resulta fastidiosa, pues se extiende por más de dos horas. De la música hay poco que comentar (tal vez habrá mucho, pero no soy la persona indicada); tan sólo diría que entiendo por qué las drogas son un ingrediente indispensable en los raves: es un buen medio para soportar más de dos minutos de ponchis-ponchis.
El eje de la narración es Paul, quien va de una pareja a otra sin amarrarse a nada e inhala cocaína habitualmente. Y mientras los demás crecen –lo que aquí se traduce en reproducirse: vaya forma de reproducir clichés–, él sigue en una adolescencia perenne, de la que tiene que salir a fuerzas, cuando la bancarrota es una realidad que lo ha rebasado. Su edén, al final, es el de la monotonía y el sinsentido, lo cual es imperdonable en un mundo que en algún momento le pasa la factura a los que no se hicieron cargo de sí mismos y no supieron cambiar, a los que no dan el paso a eso que llaman madurez, pues.
https://www.youtube.com/watch?v=e5JuNt2SC-8
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