Drive My Car (Doraibu mai kâ, 2021), dirigida por el japonés Ryûsuke Hamaguchi, se inspira en el cuento homónimo de Haruki Murakami, que forma parte del volumen Hombres sin mujeres. El relato literario, pero sobre todo la cinta, tiene como frecuente referencia Tío Vania, la célebre obra de teatro de Antón Chéjov, a la que el realizador visita con verdadero ahínco; el personaje epónimo por momentos es, además, una suerte de alter ego del protagonista de la cinta. Ésta tuvo su estreno en el festival de Cannes del año anterior, certamen en el que obtuvo los premios a mejor guión, del jurado ecuménico y de la crítica. Óscar la nominó a cuatro premios: película, dirección, guión adaptado y película internacional. (En los tres primeros le darán las gracias por participar; tal vez se llevará el último.)
Drive My Car acompaña las desavenencias de Yûsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima), un actor que abandonó la televisión y se ha concentrado en el teatro. Lleva una vida apacible con su esposa, Oto (Reika Kirishima), quien trabaja como guionista para la televisión. Tiempo después ella muere a consecuencia de un derrame cerebral. Dos años más tarde Kafuku viaja a Hiroshima, a cuyo festival teatral es invitado como residente. Por allá coincide con Kôshi Takatsuki (Masaki Okada), un joven actor que le fue presentado por Oto. Entra en relación, además, con Misaki (Tôko Miura), quien le es impuesta como conductora para su automóvil.
Hamaguchi plantea una cinta de pasmosa belleza que, con una lentitud primorosa, va ganando en detalle y profundidad: al estilo, sí, de Murakami, para hacer un símil automático. El relato se orquesta a partir de largos planos, a menudo estáticos, que remiten al teatro y van dando densidad al juego actoral, al diálogo. Los movimientos de cámara son escasos… pero geniales. En particular recuerdo el que tiene lugar durante una cena, en la que de pronto desaparece de escena Misaki y luego la descubrimos en el suelo; posteriormente ella conduce a Kafuku a uno de sus sitios preferidos de Hiroshima: la escena es una revelación completa y en un paneo descubrimos la presencia de ambos en el escenario. Los travels son abundantes, pues con frecuencia acompañamos en sus recorridos en automóvil al protagonista, quien suele aprovecharlos para repasar sus parlamentos y escuchar los diálogos de Tío Vania en voz de su difunta esposa. De esta forma el cineasta subraya las frases que provee Chéjov y, más tarde, va alimentando el nexo de Kafuku con Misaki, quien escucha las réplicas del actor mientras conduce.
Después de un largo prólogo (que termina de forma atípica con la presentación de créditos a los 40 minutos de proyección y que da cuenta de la relación de Kafuku y Oto), Hamaguchi acompaña el proceso de él para asimilar la relación que tuvo con la difunta. Como en otras obras de Murakami (algún cuento del mismo libro; la novela La muerte del comendador), el protagonista aquí también vive el golpe que supone la separación involuntaria de su esposa, en particular por el hecho de que ella tuvo relaciones sexuales habituales con otros hombres. En su afán de entenderla el actor no sólo convive con Takatsuki –uno de los múltiples amantes de Oto– sino que dialoga ampliamente con Misaki, quien también tiene sus “fantasmas en el armario”, éstos relacionados con su madre. Tanto ella como él viven con culpa, con resabios de lo que hicieron o no hicieron. En sus diálogos se va revelando la imposibilidad humana por conocer del todo al otro, la limitación por comprenderlo, incluso a los seres queridos más cercanos. No obstante, somos testigos de la comprensión que se da entre ellos dos, con un revelador plano, bellísimo, que involucra un par de cigarrillos al aire.
Al final, de la mano Chéjov aparece la posibilidad de una respuesta: Hamaguchi, por medio de Kafuku, nos lleva a constatar la verdad que habita en la obra del escritor ruso, misma que se ha vuelto insoportable para el actor: ya no quiere –porque ya no puede– interpretar a Vania, con el fardo de dolor que la verdad conlleva.
Con él, no obstante, Kafuku –quien se proyecta en el personaje teatral y hace eco de sus miserias, en los diálogos y en su conciencia– va cayendo en la cuenta de que no queda sino afrontar la vida con entereza, y con una Sonia silente asistimos al parlamento culminante: “¿Qué se puede hacer? Hay que vivir […] vamos a soportar pacientemente todas las pruebas que nos envíe el destino; trabajaremos para los demás, ahora y en la vejez, sin conocer el descanso. Y cuando llegue nuestra hora moriremos mansamente […] Y nosotros, tú y yo, querido tío, veremos una vida luminosa, bella, fina, nos alegraremos y, mirando hacia atrás, pensaremos con ternura, con sonrisas, en nuestras desgracias, y descansaremos.”