La británica Clio Barnard obtuvo merecido reconocimiento (y el premio a mejor documentalista novel en el prestigioso festival de Tribeca) por su primer largometraje, The Arbor (2010), en el que reúne con fuerza pasajes documentales y ficcionales para dar cuenta del abigarrado universo de la dramaturga Andrea Dunbar. Su segundo largometraje, El gigante egoísta (The Selfish Giant, 2013), es una ficción de principio a fin, sin embargo tiende sólidos puentes con la no ficción. Y entrega resultados notables, justo es anticipar.
El gigante egoísta retoma el título –que no el asunto, al menos no la historia– de un cuento escrito por Oscar Wilde. La cinta sigue a Arbor (Conner Chapman), un puberto de 13 años que tiene conflictos en su casa, en su escuela y, cuando lo tiene, en el trabajo. Sólo parece estar bien con su obeso amigo Swifty (Shaun Thomas), a quien defiende de los abusos de sus compañeros. Un día Arbor comienza a recoger chatarra y venderla a un hombre que realiza actividades ilegales. El chamaco comienza a ganar un dinero que es fundamental para su madre; pero también comienza a robar.
Barnard propone una historia con una estructura más bien clásica (en tres actos), pero desde la técnica cinematográfica consigue sacarle la vuelta a lo convencional. En el empleo de actores no profesionales y el registro con cámara en mano y luz naturalista, Barnard sustenta una apuesta realista, de corte documental. Nos lleva al norte de Inglaterra, al tenso ambiente de Bradford, y exhibe la violencia como el rasgo cotidiano de la convivencia, como un elemento esencial y ambiental: así en la familia como en la escuela, la calle y el trabajo, lo habitual es insultarse, golpearse, humillar al otro. Las respuestas de los ofendidos, cuando las hay, se plantean en los mismos términos; caso contrario, se alimenta el rencor. Todo esto cobra mayor intensidad y peso a partir de un ritmo frenético, trabajado más desde el registro cercano –casi epidérmico– de las acciones que desde los cortes. Todo esto contrasta con los indiferentes gigantes (torres eléctricas, silos) que aparecen en el paisaje, mismos que dan cuenta de la presencia del ámbito industrial, que parece ajeno al apacible fondo rural en el que están instalados. La realizadora instala así una inquietud constante: uno espera que en cualquier momento la violencia pase del humorismo que a menudo la caracteriza a la riña y la tragedia. Así va uno desde el inicio y hasta el final con el Jesús en la boca.
Barnard hace una denuncia de un universo hostil. Exhibe la debilidad de las instituciones, como la escuela, y muestra cómo la familia es hasta cierto punto el origen del mal: los padres, que no han sabido encauzar la energía de sus hijos, ni les ofrecen un medio estable, no son solventes ni en lo moral ni en lo económico y han perdido cualquier posibilidad de ejercer la autoridad (o de plano están ausentes). Los chicos, así, crecen a la deriva; y si Swifty encuentra en los caballos (en una especie de equinoterapia involuntaria) la paz y el medio para apaciguar su coraje, para tener una vía cálida y conciliatoria con la vida, para Arbor no hay asideros para calmar su rabia, y entre su hiperactividad y su incapacidad para encajar no puede evitar “hacer dagas” incluso a los que quiere. El gigante egoísta muestra cómo el dolor parece una estación inevitable para reconocer al otro, y el perdón un cierre pero también un recomienzo. Así entra un poco de luz, de esperanza. El gigante, por su parte, no sale de su indiferencia.
Una reveladora entrevista con Clio Barnard publicada por The Guardian:
http://www.theguardian.com/film/2013/oct/12/clio-barnard-selfish-giant-interview
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