De las bondades del estilo de Wes Anderson tenemos abundantes ejemplos: prácticamente en todas sus películas el estilo –en particular la puesta en escena y la puesta en cámara– aporta singularidad, gracia y encanto, a menudo ligereza. La puesta en escena es, desde hace rato, bastante reconocible: su colorida paleta pastel, la luz con matices cálidos, los vestuarios y maquillajes que remiten a modas pretéritas, las actuaciones que se alejan del estridentismo que tanto le gusta a Óscar y en las que vemos gesticulaciones mínimas y expresiones corporales a veces superlativas. La puesta en cámara apuesta por una buena profundidad de campo, lo cual da valor a la puesta en escena en su conjunto, a las escenografías y a los movimientos de los actores. La cámara se mueve con soltura, pero también sabe detenerse y contemplar. Se diría que a menudo el realizador juega con ella. Lejos del naturalismo, el acercamiento por lo general es lúdico y genera extrañeza, lo cual no es un impedimento para alcanzar alturas dramáticas y, en más de un caso, cierta gravedad. Así se construye una narrativa que enrarece el universo que despliega, pues le aporta un toque fantástico, una propuesta que tiende puentes con Jean-Pierre Jeunet (Amélie, Delicatessen, Micmacs). Asteroid City (2023), su más reciente entrega, no es la excepción (la cámara, cabría subrayar, es acaso más juguetona que en otras propuestas): el estilo no es menos lucidor. Desafortunadamente no podemos decir tanto del drama, la densidad y la profundidad.
Estrenada hace unas semanas en el festival de Cannes, en el que compitió en la sección oficial –y de la que salió con las manos vacías– Asteroid City instala la acción en los años cincuenta del siglo XX, en los paranoicos tiempos de guerra fría, y en la ciudad del título. Ésta se ubica en el desierto y toma su nombre de un meteorito que ahí cayó siglos atrás. Por allá se da cita un variopinto grupo de personajes con el propósito de asistir a la premiación de un concurso de jóvenes astrónomos. Los eventos toman un curso inesperado cuando se hace presente un ente que no ha sido invitado.
A partir de un guión escrito por Anderson y Roman Coppola, la cinta avanza con humor en dos frentes. En el primero nos enteramos, gracias a un presentador, que vamos a ser testigos de una puesta en escena, por lo que vemos lo que sucede tras bambalinas y acompañamos principalmente al autor de la obra, en sus certezas y dudas, así como al director y a algún actor que “va y viene”. Este apartado es registrado en blanco y negro y en el formato clásico de pantalla (con un Aspect Ratio de 1.33:1). Por otra parte, asistimos a lo que sucede en escena, en la ciudad del título, lo cual es presentado en color y en un formato “ancho” (2.39:1). La cinta alterna ambos ámbitos, y en más de una ocasión la pantalla se divide con el propósito de ampliar el alcance de la acción.
Tanta maravilla audiovisual, que de nueva cuenta deja ver la huella de la literatura del siglo XIX (Anderson anota en una entrevista que “tiene un marco que siempre pienso como un dispositivo de novela del siglo XIX, como Joseph Conrad o algo”), es pertinente para esbozar los encuentros y desencuentros entre hijos y padres. En la cinta el concepto de paternidad se multiplica, pues hay padres y madres, pero también estaría el autor de la obra y hasta el gobierno de Estados Unidos. Todos ellos viven ensimismados o enojados y a veces son atolondrados, por lo que no son solventes ni lúcidos en su ejercicio de la autoridad, y aún menos en el acompañamiento y atención que brindan a sus hijos. Los chicos, para no variar con Anderson, poseen una inteligencia plausible y una voluntad férrea (como sucedía con los protagonistas de Moonrise Kingdom, por ejemplo). Las respuestas que reciben de los mayores son insuficientes (los hijos de sus padres, el actor del autor, todos del gobierno), por lo que la búsqueda de certezas se alimenta con buenas dosis de rebeldía. Todos habitan una especie de mal sueño colectivo, y lo pasan mal en la vigilia, pues para soñar es preciso dormir primero, lo cual escuchamos en voz de un grupo de personajes como un coro, como un mantra. Sus miserias se inscriben en la amplitud del universo, pero su visión no llega muy lejos. El observatorio instalado en la ciudad es pertinente, así, para mirar las estrellas en el cielo… y las miserias en el corazón humano. La mirada de Anderson, para no variar, es pertinente para mostrar sin enjuiciar: los adultos son imperfectos, pero no son condenados; somos testigos, por lo demás, de cómo son rebasados, de que no saben por qué hacen lo que hacen, y acaso son tan inmaduros como sus hijos.
El relato tiene su encanto, reitero, y resulta por momentos conmovedor. No obstante, no alcanza profundidades atendibles porque, entre otras cosas, una buena parte del dispositivo se agota en la construcción del marco, porque el relato se dispersa no sólo entre la escena y el detrás de la escena, sino en una cantidad mayúscula de personajes y situaciones –como sucedía en la entrega anterior de Anderson: La crónica francesa–, lo cual puede incluso generar confusión. A este paisaje contribuye, además, la aparición de muchas “estrellas” (y no me refiero a las que están en el cielo y observan los jóvenes astrónomos, sino a las que conforman el elenco y suelen desfilar con frivolidad por alfombras rojas), lo cual se convierte a la larga en un factor de distracción si consideramos que en más de un caso el actor o la actriz se superpone al personaje al que ha de dar vida. Ciertamente el desfile estelar no es despreciable (entre otros, Scarlett Johansson, Jason Schwartzman, Tom Hanks, Tilda Swinton, Edward Norton, Margot Robbie, Matt Dillon, Bryan Cranston, Steve Carell, etc.), pero resulta ser un espectáculo en sí mismo, capaz de acaparar la atención en más de un momento.