CINESCOPÍA/José Javier Coz
David Lean empezó su carrera en plena 2ª Guerra Mundial en Gran Bretaña. La primera, propagandística y heroica, Hidalgos de los mares (In Which We Serve, 1942), fue nominada por la Academia para mejor película y mejor guion original. En la segunda escribe además su primer guion: La vida manda (This Happy Breed, 1944). La tercera, Un espíritu burlón (Blithe Spirit, 1945), incursiona en la comedia. Enseguida dirige su cuarta película inmediatamente antes de terminar la guerra: Breve encuentro (Brief Encounter, 1945).
Después dirigió varios clásicos. Dos basadas en obras de Charles Dickens: Grandes esperanzas (1946) y Oliver Twist (1948); y sus seis últimos largometrajes de alcances épicos y laureados en varios festivales de cine en un período de casi 3 décadas: El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai, 1957), Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), Doctor Zhivago (1965), La hija de Ryan (Ryan’s Daughter, 1970) y Pasaje a la India (A Passage to India, 1984).
El relato de Breve encuentro es uno de enamoramiento y de amor; vuelvo sobre ello al final. Estos tópicos se despliegan más allá del asunto de los sentimientos que se puedan albergar hacia el otro. Incursiona en la psicología de la infidelidad, de la culpa ante la infidelidad, ante los sentimientos hacia uno mismo de los que no nos pueden sustraer ni el más severo código moral ni el más necio intento de autoengaño. Hablo de ella, Laura, que es nuestra protagonista. La película está eventualmente narrada por ella a manera de conatos de una confesión escrita a su esposo.
La dirección y los parlamentos lograron sintetizar en menos de 90 minutos, primeramente, el acercamiento accidental y amistoso, enseguida, el flechazo de Cupido y, después, el abrir de sus corazones para confirmar –o poner en palabras– lo que ya sabían: que cada uno ama y, más importante, que se siente amado por el otro. La forma en que se conducen pende de un punto de equilibrio entre, por un lado, lo más refinado de la discreción y la elegancia y, por el otro, una fluidez genuina de la conversación.
David Lean eligió locaciones de intersección como una estación de tren real, cosa que le imprimió veracidad no sólo a la historia sino al asunto delicado a tratar: la imposibilidad de negar algo más que una amistad y de aproximarse a la infidelidad conyugal; tener que esconderse de ciertos conocidos; recurrir a la mentira o a la culposa omisión. La infidelidad en esta película no va más allá de dos besos, pero verbalmente logra unos alcances apasionados directos, claros y, al mismo tiempo, mesurados. Podríamos aventurar que se trata de una síntesis cinematográfica de la novela romántica desde Samuel Richardson hasta Henry James. Contrario a la posibilidad de que esta película romántica pueda parecer anacrónica, con el tiempo ha añejado como el mejor de los tintos. David Lean supo elegir los actores para un guion a cuatro manos, entre ellas la de él y la del dramaturgo Noël Coward.
La película se sale un poco de la fórmula romántica en el cine anglosajón. Él y ella no son tan jóvenes ni tampoco tan atractivos como se podría esperar de una historia de amor convencional. No cargan con los suficientes años como para restarle veracidad a lo agitado e impaciente frente a la posibilidad de una aventura. Sus personajes son moralmente maduros, saben lo que están arriesgando y sopesan lo que la coyuntura les ofrece.
Laura Jesson (Celia Johnson) es ama de casa, casada con Fred (Cyril Raymond) con quien tiene un hijo. Alec Harvey (Trevor Howard) es un médico cuya esposa, Madeleine, y dos hijos, sólo son mencionados en la película. Laura y Alec se conocen en el café de una estación de tren de una ciudad a la que Alec se traslada para trabajar y Laura, los jueves, para hacer las compras. El siguiente jueves se topan accidentalmente y se dan cita para la próxima semana. Laura viene de y parte hacia una dirección contraria a la de Alec. Algunos contratiempos en el hospital harán que Alec no llegue al lugar de la cita, que Laura lo busque más tarde en la estación a la hora en que él toma su tren a casa, con la esperanza de encontrarlo, que Alec llegue antes o después a la estación, que la esperanza haga que Laura aplace su partida o corra hacia el hospital a su encuentro. Todo ello en un ir y venir de un andén a otro, del centro de la ciudad a la estación y viceversa, creando un suspenso y revelando los sentimientos de estos caracteres sin mediar palabra alguna. Esta acción no se pierde en medio del espacio porque David Lean emplaza la cámara, la mueve y alterna los planos y contraplanos de manera tal que el espectador sabe siempre dónde está.
Lo que más me generó interés en Brief Encounter es cómo se resuelve una historia de amor en la que la expectativa última descansaría en la resignación y en la frustración de Laura. El personaje de Fred, el esposo, está caracterizado como uno bonachón mas no tonto y disimuladamente comprensivo. En un momento dado, Laura intenta expiarse contándole que había hecho un amigo con el que salió al cine, pero vemos que Fred está distraído (finge distracción) y le cambia la conversación. Fred es el catalizador que otorgará el mejor de los finales para esta historia de amor en particular. Laura y Alec no se verán más –descartan escribirse– no sólo porque Laura decide cortar la relación por lo bueno sino porque Alec es asignado a un hospital en Johannesburg, Sudáfrica. Laura regresa desecha a casa. Fred, en lugar de preguntarle qué le pasa, la toma en sus brazos y le dice quedamente “gracias por regresar a mí”. Un final impecable, inteligente no para la expectación de quien aguarda un feliz final desbocado o uno trágico, pero sí para dejar redondeada y cerrada la película con unas expeditas y no forzadas confesión y conciliación. Final en el que el amor y enamoramiento se distinguen y se separan pues los celos no son prueba alguna de amor.