Del Deep South a Senegal: 1280 almas (Coup de torchon,1981)

CINESCOPÍA/José Javier Coz

1280 almas fue dirigida por Bertrand Tavernier (1941-2021), quien antes de iniciar su carrera como director trabajó de asistente de dirección y guionista, incluso de actor. Éste es su séptimo largometraje. De parte del Sindicato Francés de la Crítica Cinematográfica (Syndicat français de la critique de cinéma et des films de télévision –SFCC–) recibió el Premio Méliès por mejor película. Obtuvo una nominación de los Oscar por mejor película en lengua extranjera y tres nominaciones de los Premios César: mejor película, director y guion.

Previo a 1280 almas dirigió 5 películas que fueron bien recibidas por la crítica, no así por el público; todas premiadas en diferentes festivales de cine. Entre ellas no puede dejar de mencionarse El juez y su asesino (Le Juge et l’assassin, 1976) y La muerte en directo (La mort en direct, 1980). Posteriormente dirigió otras 12 películas multipremiadas, con buena recepción igualmente, menos por el público que por la crítica, a excepción de La pasión de Beatriz (La passion Beatrice, 1987), extraordinario trabajo infravalorado por ambos porque están involucrados explícitamente dos asuntos tabúes: el incesto y el parricidio.

En 1964 Jim Thompson (1906-1977), un literato estadounidense que murió prácticamente en el anonimato, publicó una novela titulada Pop. 1280 (“Población 1280”), traducida en España como 1280 almas. Al final de su vida, Thompson empezó a ser descubierto por sus connacionales como uno de los mejores narradores de la novela de crimen, pero muchos no tenían noticias de que poco después, al otro lado del Atlántico, un francés se les adelantaría con una asombrosa adaptación cinematográfica de 1280 almas: Coup de torchon, expresión que habitualmente se traduce como “limpieza con un trapo” y se refiere a un trapazo o golpe de limpieza.

La novela se sitúa en Pottsville, una suerte de Macondo de Gabriel García Márquez o Comala de Juan Rulfo. Como la Yoknapatawpha de William Faulkner, se ubica en el Deep South de la Unión Americana, sea Louisiana, Mississippi o Alabama, en 1910. Bertrand Tavernier la extrapola a Bourkassa de 1938, también nombre literario de Saint Louis, Senegal, en ese entonces uno de los ocho territorios que comprendían la federación de la África Occidental Francesa.

Al igual que Chocolat, el debut de Claire Denis en 1988 (no se confunda con la película homónima de Lasse Hallström) el telón de fondo es la relación todavía casi feudal que los colonos europeos conservaron con los africanos en pleno siglo XX, prácticamente sin instituciones vinculantes, en la que los africanos carecían de posibilidades de ascenso social, y de poco o nada los benefició la abolición de la esclavitud porque no se promulgaron leyes antidiscriminatorias ni políticas de integración, por lo que continuaba el sometimiento y el abuso de autoridad, una situación no tan ajena a la del sur de los Estados Unidos de principios del XX, como la retrata Lars von Trier en Manderlay (2005). Y los franceses no exportaron ni por asomo los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de su lumínico siglo XVIII, ni siquiera porque estuviera otra guerra mundial en puertas. Si había un orden social era rudimentario, regido por el libre movimiento y privativo para los colonos, fueran comerciantes, mineros, silvicultores, algodoneros, etc.

En este contexto social se desarrolla la adaptación de Tavernier. Al frente, asistimos a algo más universal: un alguacil en un pequeño poblado rural. El papel de nuestro sheriff Lucien Cordier lo actúa Philippe Noiret, el inolvidable cácaro Alfredo de Cinema Paradiso (1988) y el Pablo Neruda de El cartero (Il postino, 1994).

Lucien Cordier es el único policía en Bourkassa. Es su propio jefe. Abarca el total de las facultades de una corporación policíaca. Él “ES” la institución que protege a los ciudadanos y vigila el orden público. Vive en la parte trasera del Palacio de Justicia, en el que nunca hay audiencias. Lucien siempre hace lo que todo el mundo quiere: nada. Nunca encarcela ni arresta. Apenas amenaza con una multa. Los separos y las cárceles están vacías. Es el hazmerreír de todos, incluso de los negros. Su carácter es el de un bonachón que esquiva todo problema buscando la aceptación de sus abusadores cínicos. Detrás de este carácter gentil hay un cobarde: teme su pronta destitución. No tiene subordinados a su cargo porque no se necesitan en un terruño dejado a la mano de Dios y con letra muerta como ley. La policía es una institución más, un remedo inoperante de la policía en Francia.

Un buen día recibe una paliza. Una paliza más. Digamos que la del día. Pero esta vez algo lo colma hasta el hartazgo y la desesperación, sentimientos que apenas deja ver en su rostro impasible. Jamás sabemos qué pasa por su mente. Toma el tren a Dakar para pedir consejos a su superior. Éste se mofa y, menos mordaz pero más cómico que en La Ley de Herodes (1999) de Luis Estrada, le dice que le dará “la lección” de cómo resolver el problema: le ordena que se de media vuelta, toma vuelo y le planta una patada en el culo que lo saca por la puerta de bruces al pasillo donde lo reciben risotadas de varios negros que esperan una cita para algún trámite. Se reincorpora y finge no haber entendido y su superior le explica “la lección” de nueva cuenta, esta vez con la ayuda de su secretario. Lucien no chistea, se cuadra en una actitud de castrense obediencia y de alegría de haber por fin entendido. Necesitaba esta última humillación de alguien con rango más alto a manera de aval, de salvoconducto para hacer y hacerse justicia a la hora de poner e imponer orden. Se transforma en un soldado. Remitirá su responsabilidad a la autoridad. Él sólo acatará y ejecutará la orden sobreentendida en “la lección”.

Regresa a Bourkassa con nuevos bríos, que se harán visibles cuando tome venganza. Humilla y mata a sangre fría a sus enemigos cuando se presenta la ocasión. Si no se topa con ellos, él urdirá un casual encuentro. “Limpia” al pueblo de esos “desgraciados” que le estorban (y de los testigos casuales), termina haciendo lo que todo el mundo no quería que hiciese: justicia a punta de pistola, sin ley ni piedad. No se dejan esperar los hallazgos de cuerpos enterrados o cadáveres flotando.

El cinismo lenguaraz que Lucien presume en voz alta cuando le preguntan sobre los desaparecidos o sobre los cadáveres aparecidos va tejiendo una versión desorientadora que parecería surrealista o absurda. No es así. Sus interlocutores pasan de sospechar de él a tomarlo como un detective que conjetura de manera compleja. Las sospechas que levanta son inmediatamente descartadas porque su imagen de pendejo inofensivo ya es indeleble entre los aldeanos. Lo más sorprendente es que repite y descontextualiza las instrucciones ambiguas de su superior para dar a entender que está haciendo su trabajo, su deber. Él únicamente se apega a la ley, se conduce conforme a derecho.

Otra cosa igual de sorprendente es que este súbito cambio no se nota ni al momento de disparar. Continúa siendo el mismo sheriff perezoso y acomodaticio. Insisto, el espectador no tiene manera de saber qué pasa en la mente de Lucien. Lo más seguro es que no distinga entre mundo interior y mundo exterior. Su pensamiento se escenifica. Dudo que alguna psicología pudiera explicar esta transformación, y sin embargo el resultado es convincente, eficaz. Supongo que si no lo explica el hostil entorno social al menos lo hace verosímil.

De las películas de Bertrand Tavernier, siempre se ha destacado la ambigüedad moral en su abordaje tan realista, tan crudo, de temas escabrosos, desde una perspectiva que no deja lugar a que infiramos los juicios de valor y los dilemas que pueda plantear el director. Como en su no loada La pasión de Beatriz.

1280 almas abriga en particular un logro técnico y formal sin precedentes. Apenas a cuatro años de la invención del primer estabilizador de cámara (steadicam), Tavernier lo usa para crear planos subjetivos sin el trémulo de la cámara reporteril y documental en mano, y nos involucra como unos mirones que pisamos los talones al sheriff. Nos asomamos por un lado suyo y luego por el otro, o nos adelantamos. Quedamos al final más que como cómplices: como unos morbosos. Terminamos implicados. Vemos lo que ve el sheriff casi como partícipes.

La película fue enteramente filmada en Saint Louis, Senegal. Tavernier invitó a muchos lugareños a trabajar, también a actuar en papeles secundarios o como extras. Procuró no caer en folclorismos. Vemos calles de tierra, casas bajas, parcelas agrestes, cebúes entre acacias y viejos baobabs, niños corriendo, bajo un sol cenital que lo baña todo y reaviva algunos colores o a veces bajo una tenue resolana que parece estirar la tarde o que estamos ante una imagen fija en sepia.

Sin menoscabar la novela y respetando los alcances y los límites de cada medio, 1280 almas es una buena novela en su género, y la película la enriquece. El europeo, el colono criollo y el blanco connacional en esta adaptación, no requirieron de muchos ajustes a la situación no menos compleja de la novela. Me refiero a la infranqueable brecha entre los estadounidenses blancos y aquellos saldos de la esclavitud en ese abandonado Sur.

De 1280 almas se puede ver lo circunstancial (lo narrativo) en primera instancia y que lo constituyen las relaciones entre los miembros del hogar del protagonista y el ambiente de un poblado rural en la África subsahariana en un corte de tiempo anterior a la filmación. En este sentido, se puede considera una película de época.

Con un poco más de distancia, Tavernier nos ofrece muchos elementos entrelineados del contexto histórico y político en que se desarrolla el relato de la película, pero las tensiones entre los colonos dejan en segundo término a la de éstos con los africanos, por lo que sería muy aventurado señalar a 1280 almas como una película de denuncia.

El centro cortical de la película se lo lleva el perfil psicópata del protagonista, un perfil que Tavernier deja como caja negra. Los cambios y los móviles de nuestro protagonista permanecen inescrutables.

Se descarta cualquier tratamiento revisionista en la película. Aunque se sitúa antes de la 1ª Guerra Mundial, no alude a esa transición entre la tribal África subsahariana y su posterior formación de naciones.

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