Cada que veo una animación en stop motion (cuadro por cuadro) me acuerdo de Rigo Mora. Así sucedió con Pinocho (Guillermo del Toro’s Pinocchio, 2022). Pionero de la mencionada técnica en México e impulsor de una generación brillante que creció, con él, en Guadalajara, solía decir que la animación era como “ver crecer el pasto”; y Rigo fue un jardinero paciente y tenaz. Quiero creer, por tanto, que estaría contento de ver el bosque que surgió de la imaginación del que fuera su amigo, Guillermo del Toro, en el que participaron algunos discípulos suyos.
Pinocho se inspira en la célebre novela del italiano Carlo Collodi y fue dirigida por del Toro y Mark Gustafson. El argumento, que se ubica alrededor de 1930, en pleno ascenso fascista, da cuenta de las vicisitudes del personaje epónimo, una marioneta de madera que recibe la chispa de la vida. Creada por el carpintero Geppetto para llenar el hueco que dejó su difunto hijo Carlo, Pinocho no es un niño obediente y tranquilo. Curioso y voluntarioso, traza su propio camino y mete en más de un problema a su “padre”. Aún más cuando inicia una aventura con el ventajoso Volpe, quien lo exhibe como la atracción principal de su feria.
Del Toro y Gustafson entregan una cinta fascinante. Para empezar, en la parte artesanal. La puesta en escena es harto lucidora: los escenarios no sólo construyen con verosimilitud la época y la geografía, sino que singularizan a los personajes, sus clases sociales, sus oficios. La luz matiza emociones y por momentos hace visible algunas dosis de oscuridad (con todo, la cinta dista mucho de ser oscura, como reza la publicidad). Mención aparte merece el trabajo con las marionetas, que son la base de personajes con matices físicos realistas y que, vestuarios y maquillajes mediante, son caracterizados con asombroso detalle. El movimiento es una de las maravillas de la cinta. Es de una fluidez plausible. No obstante, si por momentos es emocionante ver la mano del animador, en otros se materializa una paradoja: el movimiento luce un tanto artificial porque es demasiado limpio. En la banda sonora brillan las músicas (realizadas con instrumentos de madera) y algunas canciones (¡ay!) de Alexandre Desplat. (Es justo consignar, por otra parte, dos detalles menores que se podrían explicar sin mayores problemas: en algún momento Pinocho miente –dice que ama la guerra– y la nariz no crece; en otro, la nariz es cortada y más adelante aparece igual que antes del corte.)
Tanta maravilla visual y sonora es pertinente para volver a los temas que habitan la filmografía de del Toro. En el making of de la cinta del Toro dice: “Casi todas mis películas, de algún modo, se tratan de mí y de mi padre, y ésta no es la excepción”. Así, cobran relevancia asuntos que tienen que ver justamente con la filiación y la paternidad, pero además con la construcción de la identidad a contracorriente, con el proceso en el que la libertad se traduce en desobediencia. En particular, me parece, tiende puentes con El laberinto del fauno (2006), y no es extraño que como en ésta (lo mismo que en Mimic y El espinazo del diablo), la figura paterna sea casi la de un abuelo. El rol de padres e hijos no sólo se desarrolla, sino que se problematiza, se fundamenta. Particularmente subrayaría, por excepcional, el afán de comprensión en ambos sentidos. Tanto de la conducta paterna, al dar cuenta el hijo de que, a pesar de los exabruptos, el cariño es constante. Ante la percepción que tienen los chamacos de no llenar las expectativas de los padres y reconocer la necesidad de sentirse amados, Pinocho dice en algún momento: “Todos los padres quieren a sus hijos, pero a veces los papás se sienten abatidos, como cualquier otra persona, y dicen cosas que sólo creen que sienten en ese momento”. Geppetto, por su parte, entiende que su duelo por Carlo y su actitud controladora son puro egoísmo, y la aventura que vive y ver crecer a Pinocho le permiten ir más allá de sí mismo y sus necesidades.
Pinocho no se sujeta al ambiente opresivo en el que es creado, y con rebeldía y alegría se va formando como ser humano. En este aspecto Pinocho es bastante didáctica. Se hace hincapié de forma reiterativa sobre el asunto de la obediencia ambiente, lo mismo en lo que vive Pinocho día a día que en la propaganda fascista que aparece en las calles y hasta con el malévolo Volpe (porque si en algún momento el hecho de sobreponer la publicidad de la feria a la propaganda fascista hacía pensar en la supremacía de las artes –y la libertad que supondría el espectáculo errante– sobre la política controladora, el empresario resulta ser un explotador que también demanda obediencia). En algún momento, por lo demás, se presenta otra paradoja: Pinocho rompe la ley porque le dicen que lo haga, es decir, obedeciendo es desobediente.
Pinocho presenta ambiciones originales en más de un asunto y tiene alcances valiosos para diferentes públicos, como sucedía en otros tiempos con las películas de Pixar. Sin embargo, hay más de un desliz al estilo Disney. Para empezar por las canciones, que si en más de un momento (como en el musical) abrevian en la presentación de situaciones y personajes, en otras son digresiones que aportan explicaciones no del todo afortunadas. Asimismo, la cinta es habitada por cierto maniqueísmo y cierta moralina: Volpe es un villano irredento; en la conclusión se dice que Pinocho merece vivir porque es “bueno” (en el mentado making of del Toro dice que es “puro”, que no es lo mismo) y regresa de entre los muertos como lo hemos visto en hartas entregas del estudio del ratón Miguelito. Por otra parte, con todo y las quejas del grillo narrador y la alusión directa a Arthur Schopenhauer, la filosofía del alemán no tiene mayores alcances ni profundidades en la cinta.
En conclusión: Pinocho es una película fascinante que ofrece sustancia para públicos de diferentes edades. Todos, me imagino, habrán de gozarla como enanos. Sí, Rigo estaría contento.