Desde sus primeras películas Guillermo del Toro dejó claras las bases de su estilo. Como todo realizador que se respete, sabe que la cámara cuenta, y cuenta con la cámara. Ésta se mueve constantemente y nos conduce, nos mueve, nos hace partícipes activos de los acontecimientos que se despliegan en la pantalla y en la banda sonora: describe espacios, amplía el campo “de batalla” o nos invita a apreciar algún detalle; focaliza la atención y revela, nos involucra de una manera contundente. Apuesta por emplazamientos singulares, encuadres atípicos pero sugerentes, que muestran su “deuda” con el cómic. La puesta en escena ofrece matices de exquisitez, y no sólo recrea la época (pues rara vez ubica sus historias en el presente) sino que es una buena prolongación de la emoción y los sentimientos de los personajes. La luz a menudo apuesta por el claroscuro, por una paleta sugerente y significativa; en particular matiza sus imágenes con tonos amarillentos o verdosos, que dan presencia a atmósferas enrarecidas y tienen connotaciones morales o sentimentales. De todo esto dan buena cuenta El espinazo del diablo (2001), El laberinto del fauno (2006) y La forma del agua (2017), por citar algunos ejemplos.
En El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley, 2021), su más reciente largometraje, el estilo muestra un refinamiento plausible en los elementos arriba comentados, pero en particular en el diseño de arte: escenografías (ricos en espejos y en espejos duplicados, por si uno se quiere ver ahí), vestuarios y maquillajes se suman para crear espacios miserables o suntuosos, sugerentes e inquietantes. En ésta, además, el ritmo es extraordinario, y del Toro se toma su tiempo para hacer avanzar el relato: va de la fluidez a largas pausas dialogadas, en las que la cámara se detiene y es un testigo atento, en las que son claros algunos matices teatrales: los gestos, por supuesto, pero también la posición de los personajes, su postura, las distancias entre ellos.
El callejón de las armas perdidas se inspira en la novela homónima de William Lindsay Gresham, que también está en el origen de la película que en 1947 dirigió Edmund Goulding. En la escritura del guión del Toro comparte créditos con Kim Morgan. La cinta inicia la acción en 1939 y recoge las andanzas de Stanton Carlisle (Bradley Cooper), quien consigue trabajo en una feria. Ahí desempeña diversas labores, y con el paso del tiempo va aprendiendo diferentes trucos. Dos años después se independiza con una compañera, Molly (Rooney Mara), con la que presenta un acto de adivinación en salones de hoteles. Y el negocio prospera.
Del Toro empuja una película que se inscribe en los terrenos del film noir (la cinta de 1947 es un hito del noir, dicho sea de paso) y concibe una tragedia de proporciones bíblicas. El noir, acaso como ningún género, es pertinente para dar cuenta del deterioro moral y del desencanto humanos. Por medio del contraluz y de los azules y verdes (mencionados párrafos arriba) del Toro va haciendo difuso al personaje y proyecta en el color su ánimo contrastante, y los contrastes que aquí se exploran se ubican entre la verdad y la mentira, el bien y el mal. Pero si algunos personajes manifiestan su voluntad por aferrarse a la verdad, bien a bien, el bien no forma parte de los afanes de nadie.
De entrada, y Freud mediante, Del Toro nos exponen las generalidades del funcionamiento psicológico humano. Todos tienen fantasmas en el pasado, y de ellos se nutre el acto que Stan le roba a Pete (David Strathairn), su maestro en la feria y figura paterna a modo. Pete le hace ver a Stan que su truco funciona porque “la gente está desesperada por decirte quién es. Desesperada por ser vista” (cualquier similitud con los tiempos actuales y las redes sociales no es mera coincidencia), por lo que terminan colaborando para el adivino. Del Toro sigue una ruta reveladora y va de la generalidad a la singularidad, de la superficie a la profundidad. Pero no hay singularidad grandiosa, descubriremos, y Stan redescubre su pequeñez y encuentra la horma de su zapato (o el diván de su truco, para seguir con el honorable vienés) en la Dra. Lilith Ritter (Cate Blanchet), una psicóloga perspicaz y manipuladora, una respetable femme fatale (para continuar con los ingredientes del noir).
La Biblia ofrece más de una referencia. Lilith, como se llama la doctora, es la primera mujer. Enoc en la película es el nombre que recibe un neonato que se exhibe en un frasco con formol, que murió poco después del parto, en el que también perdió la vida su madre. El libro sagrado presenta varios Enocs, el primero es primogénito de Caín (el mismo que mató a Abel, ¿dónde está tu hermano?) y a otro se lo llevó Yavé. La feria despliega la geografía de los pecados capitales (sus partes aluden a ellos), y Stan recorre toda la ruta, va de uno a otro con prontitud y sin mayores reservas. Rebasar el umbral de la mentira no tiene retorno, y el protagonista constata lo que Pete le advirtió: creerse sus propias mentiras lo hace sentirse con poder, pero lo lleva a la perdición (y los tiempos actuales…), mientras la cinta esboza la ruta, el ascenso y descenso que vive un hombre para llegar a ser el fenómeno que siempre fue. Engañar al final no tiene un gran mérito, pero no cualquiera penetra en las profundidades de la mente y aún menos tienden puentes con el más allá. De cualquier forma, Stan no se salva del infierno.
En algunos momentos El callejón de las almas perdidas es fascinante y hasta subyugante; en otros (y para ponerlo en términos del título), tengo la impresión de que le falta alma. No obstante, Del Toro entrega una película madura y aguda, acaso la más lucidora y la más redonda de su filmografía.