En su más reciente entrega, Cry Macho (2021), el nonagenario Clint Eastwood para no variar entrega buenas cuentas. Detrás de la cámara muestra la solvencia que lo ha caracterizado; sigue siendo, sin regateos, “el último gran clásico”. Además, da vida al personaje principal con un desempeño convincente. Y conste que la historia ofrece más de un pasaje que pone en entredicho la verosimilitud.
Cry Macho se inspira en una novela de N. Richard Nash –quien es también coguionista de la cinta– y acompaña a Mike Milo (Eastwood), un anciano que debe favores a un ranchero texano. Éste le pide, a modo de pago, que viaje a México con el objetivo de buscar a su hijo y llevárselo. Un secuestro, pues. La aventura de Mike por tierras mexicanas tiene matices agridulces: entre la provocación de la madre del chamaco y la negativa inicial de éste para acompañarlo, el regreso tiene más de un contratiempo. Pero, también, apreciables descubrimientos y recompensas.
Como de costumbre, Eastwood apuesta por un estilo sobrio: la cámara nunca roba cámara y la puesta en escena tiene la mayor parte del protagonismo. Desde ella se construye la época (la historia transcurre en 1980) y buena parte del drama; privilegia el desempeño de los actores y con la luz apoya un amplio abanico de emociones. La cinta avanza a un ritmo apacible, con escasos pasajes de frenesí. Desde el inicio la música contribuye al perfil del personaje; más adelante va cobrando el rol emocional que habitualmente tiene en una propuesta clásica.
Eastwood sigue las prerrogativas de la narrativa convencional y entrega una road movie con todas las de la ley. Como manda el género, el crecimiento se mide en kilómetros recorridos. Hasta que es conveniente hacer una pausa, que resulta más provechosa para desarrollar el tema que la historia. Pronto se va haciendo claro que es cuestión de tiempo para que la dureza de Mike se vaya disipando, como vimos en Gran Torino (2008). No es casual que en la escritura de ambas participara Nick Schenk, quien también es coguionista de La mula (The Mule, 2018), dirigida y protagonizada por Eastwood.
Como en una buena parte de la filmografía de Eastwood, el protagonista vive atormentado por los fantasmas del pasado. Carga culpas, relacionadas con su familia –con lo que le hizo a su familia–, que no se perdona y que tampoco le permiten vivir el presente, estar en paz. La aventura que Mike experimenta en Cry Macho lo saca de su zona de confort (para ponerlo en los términos actuales que dicta la superación personal), lo expone a una otredad que de no ser por las circunstancias no se habría dispuesto a conocer y menos aceptar. Y si en Gran Torino rompió con los prejuicios que tenía sobre los orientales, ahora hay una suerte de conciliación con los mexicanos. Se instala así un ánimo apacible, incluso con matices de dulzura (que en algún momento se acerca a las fronteras de la sensiblería), que llegan a buen puerto si uno se muestra dispuesto (o si es “atrapado” por la cinta, como de hecho sucede en toda experiencia cinematográfica). Es claro que hay un afán de fraternizar con el otro; también es claro que este afán no siempre está suficientemente sustentado en la historia. El guión posee altibajos notables: los diálogos por momentos son chispeantes, pero en otros son explicativos (y resultan fundamentales para el curso de los eventos); hay rasgos de la potencia física de Mike, que vemos o se sugieren, que resultan inverosímiles.
No obstante, este macho llora bien. Eastwood presenta matices sensibles en su doble rol: aun en la sutileza, la actuación y la puesta en escena son expresivas. El dispositivo es efectivo para dar valor a las confesiones de Mike, quien reconoce que lo que hizo en su juventud (fue una estrella del rodeo) resulta irrelevante de cara a un presente incierto y un futuro amargo. Hay una especie de mea culpa –que obedece menos a la corrección política de moda que a las constantes que ha trabajado el realizador– y vemos una postura reflexiva y crítica sobre la figura del macho que, como el rodeo, dice, está sobrevalorada. El final es apreciable, además, porque cristaliza una ambición, un anhelo, que cobra relevancia conforme se avanza –y se crece– en la vida: envejecer acompañado, pero sobre todo, enamorado.