Por José Javier Coz
a Tania Anaid Gutiérrez García
Hace 50 años, en 1970, a la edad de 70 y ciego, Jorge Luis Borges termina de dictar once cuentos y los publica con el título de uno de ellos: El informe de Brodie.
En 1960 incluyó algunas narraciones muy breves en la miscelánea El Hacedor, pero no había sacado otra serie exclusiva de cuentos desde 1949 que publicó El Aleph, considerada su obra más célebre. Veinte años transcurrieron, veinte pacientes años, que constan en el diario de Adolfo Bioy Casares, durante los cuales Borges rumiaba y amonedaba argumentos que dictaría poco a poco y llegarían a los lectores en El informe de Brodie y cinco años después en El libro de arena. Ambos relatarios no tuvieron el eco de El Aleph ni de Ficciones, éste de 1944. Había una expectativa de mayor complejidad y culteranismo de los que los anteriores pecaron, no sin justificarse.
La ceguera de Borges fue gradual hasta que no pudo leer en 1957. Ciego y viejo, en El informe de Brodie alcanza un estilo más llano, directo, cercano a esa antigua oralidad. Logra desembarazarse un poco de las obsesiones metafísicas que lo persiguieron de joven y de esa necesidad de una narrativa compacta, abigarrada y rebuscada que solía cultivar y en la que incursionó magistralmente en Historia universal de la infamia de 1935. La crítica literaria y los historiadores de la literatura tomaron la sencillez de El informe… como una mengua, una pérdida y hasta un fracaso.
Borges impartió la cátedra de literatura inglesa durante dos décadas en la Universidad de Buenos Aires. A sus alumnos les prescribía no leer sobre autores ni sobre una obra sino zambullirse directamente en ella. Irónicamente, él figura entre los literatos sobre los cuales más se ha escrito (el segundo después de Shakespeare). La ingente bibliografía sobre Borges se aboca en su mayoría a Ficciones y El Aleph, entre artículos, monografías y ensayos, y no se ha reflejado en una mayor lectura de su obra. Es poco lo que se ha dicho sobre los cuentos dictados, esa parcela narrativa de sus años postrimeros que representan El informe de Brodie y El libro de arena.
Está en mí que el parangón de El informe de Brodie y El libro de arena contra Ficciones y El Aleph, no lleva a ponderación alguna de unos sobre otros. Si los de su madurez invitan a la relectura, a volver sobre los pasos, a cotejar alguna referencia literaria, filosófica o histórica, los de su vejez contienen además reescrituras subrepticias de otros cuentos suyos.
Borges nunca dejó de sorprender con la novedad y la originalidad de las que tanto abominó. Cuando se le preguntaba sobre sus inicios en la escritura, decía que plagiaba el estilo de sus escritores favoritos y por comparación descubría su voz en las diferencias.
El prólogo a El informe de Brodie es una personal declaración de principios políticos, estéticos y éticos, y que además los sostiene en cada uno de los cuentos.
La reescritura
La reescritura en Borges se puede entender de muchas maneras, entre ellas corregir o recrear una trama y ensayar variaciones que un tema ofrece en un mismo argumento. Por ejemplo, en Avelino Arredondo (1975) retoma la situación de La espera (1949) donde la soledad y el manso fluir del tiempo en cada uno de estos cuentos se convierten en los protagonistas y ensombrecen y desdibujan gradualmente al personaje hasta reducirlo a mero pretexto.
Borges llega incluso a escribir dos variaciones de un argumento en un mismo libro. Destacan dos casos de esta reescritura: El espejo y la máscara y Undr, pertenecientes a El libro de arena; y El encuentro y Juan Muraña a El informe de Brodie.
En el primer caso, ambos cuentos tratan –en palabras del propio Borges– de “literaturas seculares que constan de una sola palabra”, innombrable, se entiende, como la palabra que abarca todo el Universo o encierra el Nombre de Dios. Están prefigurados en Parábola del palacio (1960) que a su vez sintetiza y sella esa enumeración interminable de imágenes como por ejemplo las que evoca un brujo en El espejo de tinta (1935); también la letanía de impresiones que Irineo Funes no puede olvidar, especie de hipermnesia que le impide abstraer en Funes el memorioso (1944); el catálogo de recuerdos que el cuño de una moneda evoca y atormenta al protagonista en El Zahir (1949); la serie infinita de cosas que revela una esferita en El Aleph (1949), donde contenido y continente se van alternando; etcétera.
En el segundo caso, El encuentro y Juan Muraña abordan cómo un arma antigua se convierte con el tiempo en un símbolo, un arma que puede ser una daga de hoja corta, un puñal, un cuchillo, una espada, y que aguarda a que lo reaviven sus instrumentos que son el antiguo rencor y la venganza de los hombres. Están prefigurados en un cuento titulado El puñal, en Evaristo Carriego, de 1930.
Es especialmente interesante el caso de Historia de Rosendo Juárez en el libro que nos ocupa y que es una abierta rectificación del cuento Hombre en la esquina rosada (1935). En ambos, el narrador se dirige directamente a Borges. En Hombre en la esquina rosada, el narrador conserva el anonimato, pero se entrevé después en Historia de Rosendo Juárez que se trataba de Nicolás Paredes, el jefe de Rosendo Juárez. Al final, Paredes dice: “…entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo (…) y le pegué otra revisada (…) y no quedaba ni un rastrito de sangre”, lo cual insinúa que, una vez terminada la farra, persiguió y alcanzó a Francisco Real “el Corralero” para darle muerte. En Historia de Rosendo Juárez un narrador en primera persona –se entiende que es Borges– cuenta que desde un almacén (cantina) alguien le chista y lo conmina a entrar. Se presenta como Rosendo Juárez y le cuenta lo que, según él, de veras pasó aquella noche: “Usted, señor, ha puesto lo sucedido en una novela [Hombre en la esquina rosada] (…) pero quiero que sepa la verdad sobre esos infundios”. Juárez anuncia una versión presuntamente verdadera sobre unos hechos en los que participó, versión que además lo favorece, lo cual hace que adquiera ante nosotros una dudosa veracidad y tendremos que tomar los pormenores con la reserva del caso. Pero no es tan importante la veracidad como la verosimilitud de que el que fue retado a pelear, el propio Juárez, no se avergüenza de su cobardía sino, por el contrario, rebaja la virtud del coraje a mera bravuconería, tal como hace Nicolás Paredes en su versión en Hombre en la esquina rosada. Ambos cuentos son dos claros tributos a José Hernández, quien no vio en Martín Fierro a un desertor ni en el sargento Cruz a un traidor.
El tema de la cobardía y la traición está también, pero de manera más compleja, en El indigno (también en El informe…). En Historia de Rosendo Juárez y en El indigno, Borges desarrolla la paradoja del valor que se requiere para ser cobarde. El indigno cuenta cómo el adolescente Santiago Fischbein admira al malevo Francisco Ferrari y la lealtad incondicional que su barra (pandilla) le guarda; enseguida, la decepción que vive cuando Ferrari lo invita a sus filas. Es otra de las innumerables variaciones sobre el tema de la pérdida de la inocencia. Los niños buscan parecerse a los demás, admiran al más fuerte y necesitan de su aceptación. Pero en el momento en que es aceptado Fischbein siente que se había equivocado y que no era digno de esa amistad. Al día siguiente, Ferrari le notifica que habrá un atraco y lo asigna como vigilante. El muchacho resuelve dirigirse a la comisaría a denunciarlo. A la cobardía en El indigno Borges la reviste de virtud civil, la de cumplir con el deber de un ciudadano, pero un oficial de policía en la comisaría le dice a nuestro protagonista: “¿Vos venís con esta denuncia porque te creés un buen ciudadano?” Borges escribe en La otra muerte (1949) que “un hombre acosado por un acto de cobardía es más complejo y más interesante que un hombre meramente animoso”. En El indigno hay algo que no nos es revelado: el motivo de fondo para que el joven haya tenido que “rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta)” (Tres versiones de Judas, 1944). Es el eterno misterio de Judas Iscariote. La solución del misterio siempre es inferior al misterio (cfr. La otra muerte y Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto, ambos en El Aleph). Dos décadas después, Borges nos hace entrega de este otro misterio, pero ahora sin resolver. Barajo dos conjeturas. Primero esta: más que un acto de cobardía comete una venganza anticipada contra una posible traición de su jefe. Borges hace que el adolescente Santiago Fischbein se anticipe a esa trampa que el jefe de Benjamín Otálora en El muerto (1949) le había tendido desde un inicio y éste nunca vislumbra mientras asciende rápido y fácil en su carrera como cuatrero (ladrón de ganado). Y esta otra: no es el acto de cobardía lo que acosa a Fischbein durante sus noches de insomnio sino el miedo de no sentir remordimiento.
Muchos son los cuentos de Borges en los que asistimos a un duelo. De dos clases fundamentalmente: el que se libra a cuchillo y el que se combate con argumentos. Borges establece en ambos la paradoja de que el primero no es menos civil o más bárbaro que el segundo. El primero se rige por un código de honor, siempre se propone, se anuncia y se hace bajo consentimiento mutuo y testigos y contempla la posibilidad de declinar. El segundo comprende una especie de duelo intelectual que ineludiblemente termina en la traición y en la imposición, eso sí, revestidas de la diplomacia y sus protocolos correspondientes, afines a la etiqueta y al refinamiento de la cortesía que cultivó la aristocracia decimonónica. Los teólogos, perteneciente a El Aleph, podría representar el duelo intelectual más paradigmático en Borges. Guayaquil y El soborno (1975) son duelos académicos en el que dos profesores se disputan celosamente un encargo administrativo y que pesa sobre las diferencias argumentales que puedan tener.
Retomando los duelos a cuchillo, además de los mencionados, tenemos El fin y El sur, ambos en Ficciones, Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874) en El Aleph, y La noche de los dones en El libro de arena. Las peleas siempre difieren, menos en la acción que en ese punto de vista con que Borges trata, las más de las veces, menos que enaltecer su coraje, execrar su salvajismo. De todos los entreveros, uno resume su esencia y está en un breve texto titulado Martín Fierro en El Hacedor: “Un gaucho alza a un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, lo ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye”.
Los móviles en los duelos a cuchillo y entre eruditos no distan mucho. Se trata de defender el honor o la reputación. Sin embargo, el honor no se compensa con un beneficio como podría ser un ascenso en una carrera militar o una medalla por la victoria en una batalla. Una institución, incluso su titular, son honorables, pero sus hombres no defienden esta honorabilidad sino el honor propio. El honor puede ser personal o colectivo y descansa en un código tácito. Su más clara defensa puesta en escena se ha llevado en los duelos. El honor se gana o se recupera con el triunfo en un enfrentamiento cara a cara al enemigo. Era la forma de dirimir un conflicto entre dos personas, dos familias o dos grupos. No conlleva gratificación externa alguna, sólo un sentimiento de cumplimiento personal, incomprensible hoy en día que se mata al enemigo por la espalda y a distancia. Fue de sumo interés para Borges por su implicación épica en la que “un hombre, por una causa cualquiera –no importa si es justa o injusta– se olvida de su destino personal”. Y es que se puede afirmar que toda la obra de Borges no es más que disertaciones y dramatizaciones en torno a la identidad individual.
Borges hace una observación con respecto a la transición del duelo con espada o cuchillo al librado con pistola: “las armas de fuego dan preeminencia al certero sobre el valiente. Si un hombre tiene buena puntería no necesita ser valiente.” Esta transición se retrata en la película The Duelists de 1977, basada en la novela El duelo: una historia militar de Joseph Conrad, de 1908. Borges añade el componente íntimo en el encuentro cuerpo a cuerpo cuando nos ofrece la imagen del cuchillo cerca del cuello, intimidad que se pierde con la distancia que gana el revólver.
A diferencia de Los teólogos, en El soborno y en Guayaquil no se esgrimen argumentos. En Guayaquil la paradoja es tan intrincada como en Los teólogos, pero el narrador protagonista en Guayaquil es más complejo que Aureliano. Las referencias externas, sean históricas, filosóficas o literarias, son varias, pero sólo funcionan como dispositivos de analogía para entender el presente.
Guayaquil se puede simplemente interpretar como un alegato contra el revisionismo histórico, especialmente contra su parcialidad que no difiere de la del oficialismo. O, en todo caso, puede resultar un oficialismo más reaccionario. En este sentido, Guayaquil es un guiño a la irrebatible frase en Los teólogos que reza: “Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia”.
Se enfrentan dos universidades, dos posturas historiográficas, dos académicos historiadores, pero sobre todo se enfrentan dos hombres. Son notificados y convocados a viajar, transcribir, prologar (prólogo que supone una exégesis comprometedora) y publicar unas cartas que escribió Simón Bolívar a José de San Martín, recientemente exhumadas de una biblioteca ubicada en una ciudad de una república caribeña y fechadas el 13 de agosto de 1822, poco después del encuentro que ambos libertadores sostuvieron el 26 y 27 de julio de 1822 en Guayaquil a puerta cerrada y sin testigos, y del que nada se sabe salvo que San Martín abdicó y emprendió la retirada a Mendoza.
Interceden varios funcionarios para arreglar un encuentro entre ambos historiadores y acordar quién emprenderá la tarea de recuperar las cartas. Uno de los historiadores es argentino y su alta estirpe incluye algunos próceres de la independencia. Borges lo describe cortés y prudente. Sugiere que es conservador y por tanto oficialista. El otro, el doctor Zimmermann, es un afincado judío checo-alemán oriundo de Praga que durante el Tercer Reich había publicado una vindicación de la república semítica de Cartago que le valió la expulsión de su país por intercesión de Martin Heidegger, quien ya para entonces estaba afiliado al Nacional Socialismo. La condición de Zimmermann de un cuasi apátrida y trashumante le ha restado raigambre a cambio de una manera inescrupulosa y resuelta de conducirse con las personas, la que Borges enfatiza a través de su despreocupada indumentaria. No cuida ningún protocolo y va directamente al grano. La encomienda proporcionaría un gran currículo a cualquiera de ambas carreras. Sin embargo, la publicación de las cartas puede favorecer el revisionismo y hacer que la posición y el prestigio del argentino corran riesgo. El otro, como buen desarraigado, no tiene nada que perder… aparentemente. Sin embargo, parafraseando a Los teólogos, en materia histórica no hay novedad sin riesgo y la conclusión revisionista tendría que ser demasiado disímil, demasiado asombrosa, para que el riesgo fuera grave. Sutilmente Borges inserta en el diálogo paralelismos entre el encuentro de ambos historiadores y la entrevista que sostuvieron Bolívar y San Martín, también entre estos dos encuentros y la de los dos reyes persas que juegan ajedrez en lo alto de una colina mientras sus hombres libran una batalla en el valle o la de los dos arpistas y poetas celtas que compiten frente a su rey.
Ambos historiadores admiran a Arthur Schopenhauer. Zimmermann impone su voluntad por encima de los argumentos que hubieran podido exponer cada uno. Esta imposición insinúa lo que probablemente pasó en la entrevista que entablaron los próceres, a decir, que San Martín abdicó del mando porque Bolívar impuso su voluntad. Esta silenciosa y pacífica victoria histórica constituye el abrevadero para el cuento. Las referencias a Schopenhauer no son pocas:
-“Ah, Schopenhauer, que siempre descreyó de la historia…”
-“…esas palabras; eran ya la expresión de una voluntad, que hacía del futuro algo tan irrevocable como el pasado. Sus argumentos fueron lo de menos; el poder estaba en el hombre, no en la dialéctica.”
-“…el misterio está en nosotros mismos, no en las palabras”
-“…si uno se impuso fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos”
En el fondo del duelo argumental en Los teólogos yace una vieja rivalidad entre el heresiólogo Aureliano y su homólogo Juan de Panonia. Éste siempre lleva la delantera en las impugnaciones contra las herejías. “Aureliano quería superar [adelantarse] a Juan de Panonia para curarse del rencor que éste le infundía, no para hacerle el mal”. Exhausto por haber agotado su argumentación, su retórica, su escrupulosidad ante cualquier descuido que pudiera parecerse a un plagio, Aureliano claudica, deja la pluma y aprovecha un desencuentro que tuvo Juan de Panonia con uno de los clérigos que conforman el jurado de Roma y elabora una exégesis ad hoc que “detecta” herejías en la enmienda que impugna Juan de Panonia contra un grupo hereje. ¡Y lo acusa de hereje! El jurado desoye la defensa de Juan de Panonia y lo condena a la hoguera. Arrepentido, Aureliano procura expiarse buscando un castigo, una muerte.
Guayaquil establece una paradoja más difícil aún: el historiador argentino logra la victoria con su propia derrota y esto además lo entristece. El otro, a sabiendas o no, pone en juego su suerte pues el general San Martín no es sólo el mayor prócer de Argentina, sino un símbolo patrio intocable como lo son la bandera, el escudo y el himno nacional. Vislumbramos una deportación en puertas. ¡Increíble ese destino de condena errante! ¡Zimmermann sería expulsado otra vez!
Antes y después del cuento El informe de Brodie
En el cuento que da título a El informe de Brodie Borges retoma esa fascinación que ejercía sobre él cuando se ponía en entredicho –otra vez– la distinción barbarie – civilización. Podemos ubicar este cuento como parte de una tríada compuesta por La secta del Fénix (1944) y que continúa con La secta de los Treinta (1975). En el epílogo a Otras inquisiciones, de 1952, Borges observa una tendencia suya, la de “estimar las ideas religiosas y filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y maravilloso”. Parafraseando este enunciado, en la tríada estima las ideas, esta vez antropológicas, incluso sociológicas, también por su belleza y, aun, por su prodigalidad. Los tres cuentos tienen como origen una combinación de la lectura de Los viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift y la de los manuales de etnografía, las crónicas y las bitácoras de los siglos XVIII y XIX redactados por exploradores, cazadores, mercaderes, geógrafos, misioneros, militares y mercenarios, en las expediciones que desplegaban los imperios coloniales hacia los confines de sus dominios. Se trata de documentos pletóricos en observaciones de ritos, de particularidades en las costumbres, organización social, jerarquías, hábitos alimenticios y de cópula, ritos funerarios, adoración a deidades. Pero, sobre todo, un énfasis en los sacrificios y la crueldad que aseguraban la transmisión y la conservación de esta gama de tradiciones. Y es aquí donde Borges suscribe la tesis de que la crueldad es indisociable de la falta de imaginación. Los tres cuentos mencionados comulgan en esta tesis. Se suman a ella también los de duelos:
-“matar hombres no le costaba mucho a la mano que tenía el hábito de matar animales. La falta de imaginación los libró del miedo y de la lástima”, El otro duelo
-“La falta de imaginación los mueve a ser crueles”, El informe de Brodie.
Finalmente, hay una referencia a cómo Kurtz se coronó rey ante los congoleños en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad:
-“tiré al aire un tiro de fusil y tomaron la descarga por una suerte de trueno mágico”
Paréntesis: La secta del Fénix
Entre los adeptos a la secta del Fénix sobrevive únicamente un secreto. Mejor dicho, El Secreto. Y acaso lo único que los vincula y que les ha otorgado el anonimato, la invisibilidad, en suma, el privilegio de que no sean –que no puedan ser– perseguidos. El Secreto subsiste a pesar de que ningún libro sagrado lo contenga ni congregue a sus prosélitos, tampoco alguna forma de la memoria, una lengua o una raza. Los seguidores del Secreto se han disgregado. Con los siglos, el Secreto ha llegado a etnias ajenas entre sí, de distintos credos y tradiciones, y ha adquirido referencias disímiles e inconexas. Pero el Secreto se transmite sin otro distingo que su condición de secrecía. Quizá ya no se trate de un rito sino de un símbolo. O de un instinto, dice Borges.
Sin saberlo, Borges prefigura el concepto de rito en la teoría social de Niklas Luhmann: el rito es la acción que imposibilita la comunicación. El rito surgió para conservar la forma de adoración de las deidades. A falta de escritura y de una transmisión oral segura, la repetición de acciones sirvió para fijar la adoración. Sólo a través de la reiteración periódica se conservaban las oraciones, las plegarias y súplicas, sus símbolos. Las secuencias de los actos que componen los ritos cambian poco con el tiempo precisamente porque cuenta con el mecanismo de la repetición. Como contraparte, con el paso del tiempo la conservación de los actos llega a vaciar de sentido a los ritos, pues el único sentido que sobrevive es la repetición misma dada la prestación de paliativo que ofrece la compulsión y su reincidencia obsesiva para mitigar la angustia frente a la muerte, al temor a Dios, al castigo, a la salvación. El rito congrega a los seguidores a una comunión de presencia. El rito no es otra cosa que una serie de acciones antiguas que el tiempo ha vaciado de sentido. Su invariabilidad y rigidez imposibilita la comunicación. Lo que en realidad se toma como el fundamento de la tradición, de la identidad cultural y de la pertenencia no es otra cosa que la proscripción del diálogo.
El evangelio según Marcos
A reserva de La intrusa, El evangelio según Marcos es quizá el relato más atroz en El informe de Brodie.
La omnisciencia que ejerce Borges sobre el protagonista ofrece un contraste a la parquedad de los peones de la estancia (hacienda). No sabemos –Borges no puede saber– si la parquedad refleja una especie de pensamiento abstracto o la ausencia de éste o uno medianamente primario, elemental. Se menciona la paternidad incierta de una muchacha. Los antepasados ingleses de los Gutres sabían leer. Ahora no saben leer ni pueden recordar su fecha de nacimiento. Están sujetos casi a una inmediatez en el tiempo que los acerca al estado de eternidad que viven los niños o los animales. Conforme Baltasar Espinosa les lee el Evangelio, los Gutres se arrebañan y lo siguen a todas partes, van adoptando acaso por vez primera un comportamiento gregario. Repiten oraciones al unísono, pierden individualidad. Son una cosa, dice Borges. Los animales ya no son el ganado que se dispersó con la tormenta, la creciente, las corrientes y la anegación de la pampa. Son los Gutres, esa plebe que no distingue entre el relato de un hecho y el hecho, entre el relato del evangelista y la necesidad de hacer cosa, ejecutar, escenificar, lo que se relata, porque carecen de imaginación.
A petición de los Gutres, Baltasar Espinosa les vuelve a leer el Evangelio según Marcos. Parece que los Gutres no pueden evocar y retener simultánea y de manera sucesiva tantas imágenes y cogen las vigas del techo que se derrumbó con la tormenta, arman una cruz, escupen y vejan a Baltasar Espinosa y lo clavan en los maderos.
Como en la mayoría de los cuentos de Borges, los acontecimientos parecen no ser previstos por el narrador, tampoco parece acabar de entenderlos. Hay un tono dubitativo, a veces escéptico, en el narrador, poca firmeza al decidirse por el orden de los acontecimientos, todo para que no parezca que ya refirió tantas veces la historia como un recital de memoria, o que lo que recuerda no sugiera al lector que Borges sólo esté repitiendo las palabras con las que contó la historia la última vez. Esto es lo que le otorga verosimilitud al relato, no tanto su contenido que parece excederse en un delirio místico colectivo. Narra “como si no entendiera del todo lo que pasa” y Borges logra que el cuento se desprenda de su artífice.
Las de Borges no eran unas letras libres. Muchos de sus contemporáneos exploraron la veta del monólogo interior o el libre flujo de la conciencia inaugurados antes de Marcel Proust pero que junto con James Joyce y después William Faulkner los condujeron a sus últimas consecuencias. Fue prefigurado a inicios del siglo XX, más precisamente en 1904, por Henry James en La copa dorada. Borges a contracorriente apostó por una literatura deliberada, calculada, breve, compacta y de apariencia clásica. Borges… ¿un conservador de vanguardia? Cada palabra estuvo largamente meditada y colocada en un justo lugar o, más bien, en su justo lugar, incluso algunos aparentes descuidos o errores fueron deliberados para que sus cuentos no parecieran una confección antecedida de muchos borradores.
La intrusa
Finalmente, arribo a La intrusa, del que diré poco o nada pero que sería importante advertir de qué cosa no va. Muchas atrocidades lo vinculan con El evangelio de Marcos, ninguno menos ominoso que una Biblia de tapas negras y letras góticas que aparece en ambos. No en balde, en una parte álgida Borges escribe “Caín andaba por ahí”.
En La intrusa es de notar el punto de vista, en este caso varios y cuyas perspectivas descansan en lo que se dice que se dijo: Borges o el narrador cuenta un episodio de la historia de los hermanos Nilsen a partir de lo que le refirieron conocidos que a su vez escucharon de los lugareños y vecinos cercanos, que presumiblemente sabían de ellos. También distintas versiones que trascendían la región. Alterna retazos de aquí, allá y acullá con los que nos ofrece una historia con observaciones generales y veraces, algunas impersonales (dicen que, se dice que, tenían fama de, nada se sabe de) y otras cercanas y dudosas pero verosímiles.
Juliana no importa. Eduardo, el menor de los hermanos, no tolera que la tenga Cristián, el mayor. Éste se da cuenta de los celos de Eduardo y propone compartirla. Ella quiere más al menor y surge una nueva discordia que los lleva a venderla al burdel. Sin que uno sepa del otro, la visitan. Cuando se descubren, deciden comprarla y compartirla otra vez. Triunfa el amor fraternal por encima del amor a una mujer.
Este cuento contiene material para el análisis de muchos tópicos psicológicos, no así sociológicos como lo demandaría la coyuntura política actual. Sin ahondar en los temas, dejo a consideración del lector los siguientes: el amor como debilitamiento de la virilidad, la rivalidad entre hermanos, los celos como envidia, los celos que envidian la mujer del otro, los celos que envidian lo que la mujer del otro posee.