He visto muchas Navidades en pantalla; demasiadas. Muchas más que a las que he asistido. Básicamente todas son iguales (a una conclusión similar, sobre las bodas, puede llegar el que se dedica a grabarlas: para los novios son excepcionales, singulares, extraordinarias; el camarógrafo puede constatar que todas, todas, son iguales). Pero en la memoria conservo una, que ha permanecido como la Navidad: la que aparece en el primer capítulo de Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982), el testamento de Ingmar Bergman (en estricto sentido no es su última película, pero en su momento el realizador anunció que lo sería). La he visto recientemente, en la versión completa de la cinta (publicada por la colección Criterion). Bergman concibió una obra de 320 minutos que tendría como destino la televisión y se vería como una miniserie en cinco capítulos con un prólogo y un epílogo. En las salas cinematográficas circuló una versión de tres horas y, como otros episodios, el de la Navidad fue abreviado. En la “versión extendida”, las maravillas se multiplican a lo largo de toda la entrega. También la Navidad.
Fanny y Alexander, que también apareció como novela (y en la que, por cierto, Fanny y Alexander tienen otra hermana, Amanda), acompaña a los niños del título. Ella (interpretada por Pernilla Allwin) tiene ocho y él (Bertil Guve) 10 años y son hijos de Oscar Ekdahl (Allan Edwall) y Emilie (Ewa Fröling). La acción, que inicia en 1907 y cubre dos años, se ubica en Uppsala –donde nació Bergman en 1918 (este año se ha celebrado el centenario de su natalicio)– y sigue las vicisitudes de los Ekdahl: Oscar es hijo de Helena (Gunn Wållgren) y tiene dos hermanos, Gustav Adolf (Jarl Kulle) y Carl (Börje Ahlstedt). Los Ekdhal son una familia burguesa de empresarios teatrales; algunos son actores: viven del teatro, en el teatro y para el teatro. La relación de éste con la vida es uno de los grandes temas de la película.
La Navidad de los Ekdahl
A la Navidad de marras asiste la familia en pleno, y tiene lugar en el amplio departamento de Helena –quien es una auténtica matriarca–, que es contiguo al de Oscar y su familia. Asimismo, se hace presente un viejo amigo de Helena, el judío Isak Jacobi (al que da vida un colaborador habitual de Bergman, Erland Josephson). A la mesa, opulenta, se sientan por igual familiares, amigos y sirvientes. Las conversaciones van de la gravedad a la ligereza, se ventilan dramas y aparecen pinceladas de humor.
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Posteriormente los comensales, tomados de las manos, transitan por la casa a ritmo acelerado mientras cantan alegremente. Es este pasaje el que ha permanecido en mi memoria, con esa tonada maravillosa.
Más adelante los niños son testigos de los “fuegos artificiales” del tío Carl y todos escuchan a Oscar, quien lee pasajes de la Biblia.
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La noche concluye de diversas maneras para cada miembro de la familia. Fanny y Alexander duermen con sus primos. Él se levanta y proyecta unas imágenes en una linterna mágica; los demás se despiertan, y el chamaco cuenta una historia. Más adelante Óscar ingresa a la habitación y hace un relato fantástico alrededor de una silla. Carl va a su casa con su esposa, con la que tiene una relación de amor y odio muy al estilo de las que Bergman solía registrar. Gustav Adolf, que es un pícaro tolerado por su mujer, hace la corte a la nana de Fanny y Alexander. Helena se apresta a seguir la velada hasta la mañana, y es acompañada por Isak, quien dormita mientras conversa con ella (o, más bien, la escucha).
https://www.youtube.com/watch?v=WJfHSi3-TjM
Estos eventos tienen un marco esplendoroso: Bergman concibe una puesta en escena prodigiosa. Escenarios, vestuarios, luces y actuaciones contribuyen a la construcción de imágenes inolvidables. La casa de Helena es amplia y elegante, suntuosa; de su buen gusto dan cuenta muebles, cortinas, tapices, esculturas y lámparas: ahí reina la belleza. La luz, cortesía de ese magnífico cómplice de Bergman que fue Sven Nykvist, aporta a estos espacios una calidez maravillosa. Es un refugio al gélido clima del exterior: como el teatro, ese mundo pequeño que dialoga e invita a reflexionar sobre el gran mundo de la vida. Se diría que la luz se mueve mientras nos conmueve, palpita: da vida, matiza, focaliza. Por momentos establece un tono fantástico; en otros, de crudeza. Gracias a ella los aposentos y el drama que ahí tiene lugar ganan en profundidad, en densidad. Nykvist y Bergman entregan cuadros costumbristas y en más de un pasaje nos remiten al escenario teatral, con el reencuadre producto de las bambalinas.
La Navidad es una puesta en escena, y en Fanny y Alexander es una puesta en escena maravillosa y una experiencia maravillosa. Pues todo es visto desde la perspectiva de Alexander, quien si bien es cierto que tiene una gran imaginación (otro de los grandes asuntos de la cinta), vive un crecimiento con sus dosis de hostilidad y violencia. Bergman no se engaña ni nos engaña. No nos entrega estampas de exclusiva –y falsa– felicidad, como tanto le gusta al cine norteamericano. Así, las grandes alegrías conviven con las grandes miserias (sí, aquí todo es grande); la felicidad, con la tristeza. La noche de paz no acaba con las penurias; incluso las acentúa. Hay calidez y atisbos de fantasía, pero no mentiras. La película cierra con una frase de August Strindberg (“ese sucio misógino”, como lo califica Helena) que sirve como apostilla a su “Sueño” y que la abuela Helena lee a Alexander: “Todo puede ocurrir, todo es posible y probable. Tiempo y espacio no existen: sobre una insignificante base de realidad, la imaginación hila y teje nuevos dibujos”. Ahí termina la cita en la cinta, pero la frase continúa y ayuda a comprender la ruta de Bergman, pues esos “dibujos” tienen su origen en una “mezcla de recuerdos, vivencias, puras invenciones, absurdos e improvisaciones”. Fanny y Alexander se alimenta de pasajes autobiográficos. Bergman imaginó su origen en el seno de una familia de teatro. No obstante, su infancia se parece más a lo que sucede después de esta Navidad