Con Isla de perros (Isle of Dogs, 2018) el norteamericano Wes Anderson (El gran hotel Budapest, Los excéntricos Tenenbaums) regresa en plan grande a la animación en stop-motion. Como en la experiencia previa, El fantástico Sr. Fox (Fantastic Mr. Fox, 2009), el protagonismo lo tiene una fauna no humana; a diferencia de ésta, que se inspira en una novela de Roald Dahl, su más reciente entrega surge de su imaginación… y de la de sus amigos. En el origen del proyecto hay una imagen: perros alfa en un basurero. El asunto creció en las charlas que Anderson tuvo con Jason Schwartzman y Roman Coppola –que a la postre son corresponsables del guión–, con quienes habló de hacer algo en Japón o con escenarios japoneses. La película, cuya realización se llevó más de dos años, es el producto de la combinación de ambas ideas.
Isla de perros nos lleva a Megasaki, donde se presenta una epidemia de gripe canina. El presidente municipal, Kobayashi, quien ha heredado el odio a los perros, decide enviarlos a la Isla de la basura. Hasta allá llega Atari, un niño de 12 años que ha crecido bajo la protección de Kobayashi, y que busca a su perro, Spot, entre la basura. El gesto despierta la simpatía de un grupo de cinco perros (Chief, Rex, King, Duke y Boss), que voluntaria o involuntariamente apoyan la búsqueda. Mientras ésta avanza, en la ciudad se descubre una intriga empujada por el político siniestro, a quien hace frente una estudiante norteamericana.
Con ritmo apacible y mucho humor, Anderson echa mano de los elementos mínimos para crear una obra de gran aliento. Propone un diseño que tiene su origen en la cultura ancestral de Japón, pero también en la iconografía cinematográfica y hasta en el animé. Así, con un formato de 2.35:1, que da espectacularidad a las composiciones centradas –el sello del cineasta–, asistimos a escenas que nos remiten lo mismo al teatro kabuki que a las películas de Akira Kurosawa o de Ghibli (en especial a Pompoko de Isao Takahata, cinta habitada por mapaches desplazados por el avance citadino); Jeremy Dawson, quien participa en la producción, comenta que, como parte de la investigación, vieron impresiones en madera del estilo Ukiyo-e, que se usan desde el siglo VIII para divulgar textos budistas. Además, la paleta de colores es tan amplia como maravillosa. Ni hablar del movimiento que ofrece el stop-motion, que tiene una magia particular. La banda sonora juega un rol fundamental. Para empezar, por las músicas cuyas percusiones dan punch al relato, y porque el lenguaje y los idiomas son utilizados de forma lúdica; en seguida por las voces que numerosas celebridades prestan a los perros (Bryan Cranston, Bill Murray, Harvey Keitel, Jeff Goldblum, Edward Norton, Scarlett Johansson, Yoko Ono y Tilda Swinton, entre muchas otras); para cerrar el homenaje, hacia el final escuchamos algunos haikús, tradicional composición poética nipona que formó parte de los fundamentos de la teoría del montaje del ruso S.M. Eisenstein. Así, la cinta es rica tanto para la vista como para el oído.
La belleza formal que de ahí surge es una delicia, y contribuye a que la película sea encantadora. Es provechosa para plantear en términos fantásticos asuntos que van de la solidaridad a la dignidad. Los perros son los desheredados de la modernidad, migrantes involuntarios y marginados con criterios racistas y prejuicios demasiado humanos. El apoyo entre ellos y el que ofrecen al necesitado empuja buenas dosis de emoción. Asimismo, se refrenda la reciprocidad como base de la amistad, y los nexos se fortalecen en el desafío de las convenciones y las normas. Al final, con todo y que hay más de un humano detractor y agresor de perros, se da forma a una inversión de la conocida fórmula que afirma que “el perro es el mejor amigo del hombre”: aquí, el hombre (¿o el niño?) es el mejor amigo del perro.
Por su desempeño, Anderson obtuvo el Oso de plata a mejor director en Berlín.
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