Este texto pretende ser una crítica y hace alusión a pasajes puntuales de la cinta. Es decir, hay más de un spoiler.
Manchester junto al mar (Manchester by the Sea, 2016) es una cinta excepcional. Estar nominada a mejor película por Óscar ha contribuido a darle visibilidad, pues se trata de una producción independiente (en la que participó Amazon) y de bajo presupuesto. Me temo que incluirla en la terna de nueve de la mentada categoría obedece más a la pretensión de ganar prestigio por parte de la Academia –que así se da aires de incluyente– que a sus reales posibilidades. En todo caso, de las cintas estrenadas que compiten a mejor película, es la más sólida… hasta el momento.
Manchester junto al mar es el tercer y más reciente largometraje como realizador del norteamericano Kenneth Lonergan, quien participó en la escritura de Pandillas de Nueva York (Gangs of New York, 2002) de Martin Scorsese. El argumento da cuenta de las contrariedades que sufre Lee Chandler (Casey Affleck), un tipo apocado y silente que se gana la vida como milusos en Boston. La muerte de su hermano mayor lo hace regresar al poblado que da título a la cinta. Ahí se ve en la necesidad de encarar los fantasmas del pasado, la muerte de sus tres hijos en un incendio del que él fue involuntariamente responsable.
Lonergan parte de un guión suyo que porta valores atendibles. Apuesta por un relato no lineal y por medio de flashbacks va reconstruyendo el pasado de Lee. Esta estructura –el orden en que presenta los eventos– es provechosa para dosificar la historia, que reserva una serie de revelaciones y así (saltando del presente al pasado) multiplica su fuerza y da significado a lo que vive el personaje. Su puesta en escena y su puesta en cámara son discretas: el estilo no busca el lucimiento vano; se diría que es un rasgo de humildad para no robar protagonismo a lo importante: el drama de Lee. El relato avanza con cierto recato, lejos de los gritos escandalosos que tanto gustan a Hollywood. La puesta en escena propone pasajes en los que la tensión aparece con intensidad (como el abrazo aplazado y al final apresurado entre el huérfano y el tío luego de la muerte del padre/hermano o la constante incertidumbre y disposición que muestran los que tratan con Lee, a quien quisieran ayudar en algo para disminuir su dolor incurable) y se ve fortalecida con una buena dirección de actores. Lonergan imprime plausibles dosis de honestidad y lleva con buen ritmo y sin ánimo exhibicionista las escenas en las que el drama crece, sin llegar, repito, a la exacerbación que tanto celebra Óscar. (Cierto es que hay pasajes en los que la música extiende y prolonga el drama a los terrenos del melodrama, por lo que algunos sí pueden resultar excesivos.) En todo caso la emoción es abundante: son numerosos los pasajes susceptibles de llevar a las lágrimas.
Lonergan evita los lugares comunes del cine familiar (y del maniqueísmo), nos entrega valiosas dosis de calidez y nos lleva al drama –y hasta el melodrama– de alguien que se sabe culpable de la muerte de sus hijos. Lee no puede redimirse, ni siquiera por la vía que le ofrece su difunto hermano: hacerse cargo de su sobrino Patrick (Lucas Hedges), al que Lee ha dado muestras de cariño desde su niñez. La vida para él se ha convertido en un interminable castigo, el cual acepta como un sentido: trabajar destapando retretes es una metáfora paradójicamente literal. Y cuando aparece una vía de salvación (con pareja a la mano) reconoce que no puede vencer su tristeza, su culpa. Manchester junto al mar, así, no puede concluir con el obligado final feliz; porque tal cosa sería una traición, un engaño: a la historia, a la vida.
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