La filmografía de David Fincher es rica en altibajos. Entregó buenas cuentas en Se7en (1995) y en La red social (2010), pero El club de la pelea (1999) es cuestionable y su refrito de Millennium (2011) es más bien gris. En todas es proclive al lucimiento formal y al afán de singularidad. De éstos se aleja en Perdida (2014), su más reciente entrega, que trae a la memoria Sólo un sueño (2008) de Sam Mendes y deja ver una inesperada madurez.
La cinta se inspira en una novela de Gillian Flynn, también autora del guión. Sigue las desventuras de Nick Dunne (Ben Affleck), quien encara la desaparición de su esposa, Amy (Rosamund Pike). Entonces es objeto del sensacionalismo de los medios; peor, las pesquisas apuntan a su posible culpabilidad.
Fincher hace una propuesta discreta pero efectiva, como las músicas de Trent Reznor y Atticus Ross y la cinefotografía de Jeff Cronenweth. Como la elección de los actores (y habría que celebrar la presencia de Affleck, un actor… discreto). La apuesta es exitosa para exponer, con los parámetros del cine policial -acaso los más pertinentes- y con dosis de humor, los lugares comunes de ese gran lugar común que es el matrimonio. Nos recuerda sus altibajos, las expectativas reales pero sobre todo las impostadas, el paso del gozo al pozo (que hace recordar El amor dura tres años, la novela y la película de Frédéric Beigbeder), el desconocimiento del otro, al que se une el uno hasta que la muerte los separe, la indiferencia de ellos, las ambiciones de ellas (que ven en ellos ante todo un proyecto).
Perdida es una excelente reflexión sobre el matrimonio. O mejor: una excelente denuncia del matrimonio.
Texto publicado en el suplemento Primera Fila del periódico Mural el 3 de octubre de 2014